Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro octavo
El mal pobre
Cap XXII : El niño que lloraba en la segunda parte.
A la mañana siguiente del día en que sucedieron estos acontecimientos en la casa del bulevar de L’Hôpital, un niño, que parecía venir de la zona del puente de Austerlitz, subía por el paseo lateral de la derecha en dirección del portillo de Fontainebleau. Era noche cerrada. Aquel niño estaba pálido y flaco e iba vestido de andrajos, con unos pantalones de algodón en el mes de febrero; y cantaba a pleno pulmón.
En la esquina de la calle de Le Petit-Banquier, una vieja encorvada rebuscaba en un montón de basura a la luz de un farol; el niño tropezó con ella al pasar y, luego, retrocedió exclamando:
—¡Anda! ¡Y yo que había tomado el bulto este por un perro grandísimo!
Repitió la palabra «grandísimo» engolando la voz burlona, lo que podría expresarse muy bien con unas mayúsculas: ¡un perro grandísimo, GRANDÍSIMO!
La vieja se enderezó furiosa.
—¡Maldito chico! —refunfuñó—. ¡Si no hubiese estado agachada, bien sé yo dónde te habría puesto el pie!
El niño ya estaba lejos.
—¡Venga, chucho, dale! —dijo—. A lo mejor resulta que no me había equivocado.
La vieja, ahogándose de rabia, se irguió del todo y la luz rojiza del farol le dio de lleno en la cara lívida, que socavaban aristas, arrugas y unas patas de gallo que le llegaban a las comisuras de la boca. El cuerpo se perdía en la sombra y sólo se le veía la cara. Hubiérase dicho la máscara de la Decrepitud que una luz destacase en la oscuridad. El niño se la quedó mirando atentamente:
—La señora —dijo— no es el tipo de mujer guapa que me hace tilín.
Siguió andando y volvió a cantar:
El rey Trancobarranco
cuervos salió a cazar
subido en unos zancos…
Al llegar al tercer verso, se interrumpió. Había llegado delante de los números 50 y 52 y, al encontrarse con la puerta cerrada, empezó a darle patadas, unas patadas sonoras y heroicas, que hablaban más de los zapatos de hombre que llevaba que de los pies de niño que tenía.
Entre tanto, la misma vieja con quien se había encontrado en la esquina de la calle de Le Petit-Banquier llegaba corriendo, lanzando fuertes voces y prodigando ademanes desmedidos.
—Pero ¿esto qué es? Pero ¿esto qué es? ¡Señor Dios mío! ¡Que están derribando la puerta! ¡Que están derribando la puerta!
Las patadas continuaban.
La vieja seguía diciendo a grito herido:
—¿Éste es el trato que se les da ahora a los edificios?
Se interrumpió de repente. Había reconocido al golfillo.
—¡Cómo! ¡Eres tú, satanás!
—Anda, si es la vieja —dijo el niño—. Hola, Burgonucha. Vengo a ver a mis padruchos.
La vieja contestó con una mueca compuesta, improvisación admirable del odio sacándoles partido a la caducidad y a la fealdad, que, por desgracia, se perdió en la oscuridad:
—No hay nadie, descarado.
—¡Ahí va! —dijo el niño—. ¿Y dónde está mi padre?
—En La Force.
—¡Caray! ¿Y mi madre?
—En Saint-Lazare.
—¡Vaya! ¿Y mis hermanas?
—En Les Madelonnettes.
El niño se rascó detrás de la oreja, miró a la señora Burgon y dijo:
—¡Ah!
Luego se dio media vuelta y, al cabo de un momento, la vieja, que se había quedado en el umbral de la puerta, lo oyó cantar con su voz clara y joven, mientras se internaba bajo los olmos negros que estremecía el viento invernal:
El rey Trancobarranco
cuervos salió a cazar
subido en unos zancos.
Quien debajo pasaba
diez céntimos pagaba.