Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro octavo
El mal pobre
Cap XIX : Preocuparse de la oscuridad del fondo.
No bien se hubo sentado, el señor Leblanc volvió la vista hacia los jergones, que estaban vacíos.
—¿Qué tal está esa pobre niña que estaba herida?
—Mal —contestó Jondrette con una sonrisa consternada y agradecida—, muy mal, mi digno señor. Su hermana mayor la ha llevado a La Bourbe a que le hagan una cura. Ahora las verá, volverán dentro de un rato.
—La señora Fabantou me parece que se encuentra mejor —siguió diciendo el señor Leblanc, fijándose en el curioso atuendo de la Jondrette, quien, de pie entre él y la puerta, como si estuviera ya de guardia para impedir la salida, lo miraba en postura amenazadora y casi combativa.
—Se está muriendo —dijo Jondrette—. Pero ¿qué quiere que le diga, caballero?, ¡tiene tanto valor la mujer esta! No es una mujer, es un buey.
La Jondrette, a quien le llegó el elogio al alma, protestó, haciendo melindres, como un monstruo halagado:
—¡Me tratas siempre mejor de lo que me merezco, señor Jondrette!
—Jondrette —dijo el señor Leblanc—. Yo creía que se llamaba usted Fabantou.
—¡Fabantou, conocido por Jondrette! —replicó con presteza el marido—. ¡Apodo de artista!
Y, tras un encogimiento de hombros dirigido a su mujer que el señor Leblanc no vio, siguió diciendo con un tono de voz enfático y meloso:
—¡Ay, si es que siempre nos hemos llevado muy bien mi mujercita y yo! ¿Qué nos quedaría, si no tuviéramos eso? ¡Somos tan desgraciados, mi respetable señor! ¡Tenemos brazos y no tenemos trabajo! ¡Tenemos coraje, pero no tenemos faena! No sé como hace estas cosas el gobierno, pero, le doy mi palabra de honor, caballero, de que no soy un jacobino, señor mío, no soy un republicano andrajoso, no quiero mal al gobierno, pero si fuera yo ministro, se lo juro por lo más sagrado, de otra manera irían las cosas. Mire, un ejemplo, quise que mis hijas aprendieran el oficio de cartoneras. Y usted me dirá: ¿Cómo? ¿Un oficio? ¡Pues sí! ¡Un oficio! ¡Un simple oficio! Para ganarse el sustento. ¡Qué forma de caer, benefactor mío! ¡Qué degradación cuando se ha sido lo que fuimos! ¡No nos queda, ay, nada de nuestros tiempos de prosperidad! Una única cosa, un cuadro al que le tengo mucho apego, pero del que, sin embargo, estaría dispuesto a desprenderme. ¡Porque hay que vivir! ¡Eso es, hay que vivir!
Mientras hablaba Jondrette, con una especie de desesperación aparente que no le remediaba en absoluto la expresión calculadora y sagaz de la cara, Marius alzó la mirada y divisó, al fondo de la habitación, a alguien a quien no había visto aún. Acababa de entrar un hombre, tan despacio que no se habían oído girar los goznes de la puerta. Aquel hombre llevaba un chaleco de punto violeta viejo, raído, con manchas, con cortes y con todas las arrugas boqueando, un pantalón ancho de pana y en los pies unas zapatillas de las que se usan con zuecos; iba sin camisa y con el cuello al aire, los brazos también al aire y tatuados y la cara tiznada de negro. Se había sentado en silencio y con los brazos cruzados en la cama que tenía más a mano y, como estaba detrás de la Jondrette, sólo se lo veía confusamente.