Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro octavo
El mal pobre
Cap XVIII : Las dos sillas de Marius cara a cara.
De pronto se estremecieron los cristales con la vibración lejana y melancólica de una campana. Estaban dando las seis en Saint-Médard.
Jondrette acusó todas las campanadas, una a una, asintiendo con la cabeza. Tras la sexta, apagó la vela con los dedos.
Se puso luego a recorrer la habitación, prestó oído a los ruidos del pasillo y siguió andando; volvía luego a prestar oído.
—¡Con tal de que venga! —refunfuñó. Luego, se volvió a la silla.
Aún no se había acabado de sentar cuando se abrió la puerta.
La había abierto la Jondrette, y se había quedado en el pasillo poniendo una espantosa sonrisa de amabilidad que una de las aberturas de la linterna sorda iluminaba desde abajo.
—Entre, caballero —dijo.
—Entre, benefactor mío —repitió Jondrette, poniéndose de pie apresuradamente.
Entró el señor Leblanc.
Tenía una expresión serena que le daba un aspecto singularmente venerable.
Dejó cuatro luises encima de la mesa.
—Señor Fabantou —dijo—, aquí tiene para el alquiler y las primeras necesidades. Para más adelante ya veremos.
—¡Dios se lo pague, generoso benefactor mío! —exclamó Jondrette. Y luego, acercándose rápidamente a su mujer, le dijo:
—Despide el coche.
Ella se esfumó mientras su marido saludaba una y otra vez al señor Leblanc y le ofrecía una silla. Volvió, pasado un momento, y le dijo al oído:
—Ya está.
La nieve, que no había dejado de caer desde por la mañana, formaba una capa tan espesa que no se había oído llegar el coche de punto y no se lo oyó irse.
Entretanto el señor Leblanc se había sentado.
Jondrette había tomado posesión de la otra silla, frente por frente con el señor Leblanc.
Ahora, para hacernos una idea de la escena que viene a continuación, que se imagine el lector la noche gélida, la solitaria zona de La Salpêtrière cubierta de nieve y blanca a la luz de la luna como un sudario gigantesco, la luz de lamparilla de los faroles que ponía toques rojos acá y allá en esos bulevares trágicos y en las largas hileras de olmos negros; ni un transeúnte, quizá, en un cuarto de legua a la redonda; el caserón Gorbeau en su estado máximo de silencio, de espanto y de oscuridad nocturna; y, en ese caserón, en medio de esa soledad, en medio de esa oscuridad, la amplia buhardilla de los Jondrette a la luz de un vela; y, en ese tugurio, dos hombres sentados ante una mesa: el señor Leblanc, tranquilo; Jondrette, sonriente y aterrador; la Jondrette, la madre loba, en un rincón; y, detrás del tabique, Marius, invisible, de pie, que no se perdía ni una palabra, ni un gesto, con la mirada al acecho y la pistola empuñada.
Marius, por lo demás, sólo notaba la conmoción del espanto, pero no sentía temor alguno. Apretaba la culata de la pistola y se daba cuenta de que lo tranquilizaba. «Detendré a ese miserable cuando quiera», pensaba.
Notaba que la policía estaba por allí, en algún sitio, emboscada, a la espera de la señal convenida y lista para alargar el brazo.
Por lo demás, tenía la esperanza de que de aquel encuentro violento entre Jondrette y el señor Leblanc surgiera alguna luz en relación con todas las cosas de las que le interesaba enterarse.