Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro octavo

El mal pobre

Cap XVII : Para qué sirve la moneda de cinco francos de Marius.

A Marius le pareció que había llegado el momento de volver a su observatorio. En un abrir y cerrar de ojos, y con la agilidad propia de sus años, estuvo junto al agujero del tabique.

Miró.

La vivienda de los Jondrette tenía un aspecto singular, y Marius vio la explicación de aquella claridad rara que le había llamado la atención. Ardía una vela en un candelero cubierto de cardenillo, pero no era ésa la llama que iluminaba en realidad la habitación. Lo que alumbraba todo el cuchitril era la reverberación de un hornillo bastante grande de chapa, colocado en la chimenea y repleto de carbones encendidos. El hornillo que la Jondrette había preparado por la mañana. El carbón ardía y el infiernillo estaba al rojo; bailaba en él una llama azul que contribuía a que se viera la forma del cortafríos que había comprado Jondrette en la calle de Pierre-Lombard y que se estaba poniendo al rojo hundido en las brasas. Veíanse en un rincón, cerca de la puerta, y como dispuestos para un uso previsto de antemano, dos montones, uno de los cuales parecía de chatarra, y el otro, de cuerdas. Todo aquello habría conseguido que a alguien que no hubiese sabido qué se estaba preparando le titubease la mente entre una idea muy siniestra y una idea muy sencilla. El tugurio, con aquella iluminación, parecía más una fragua que la boca del infierno; pero Jondrette, a aquella luz, parecía más un demonio que un herrero.

Era tal el calor de aquella lumbre que la vela que estaba encima de la mesa se derretía por el lado que miraba al hornillo y se consumía en bisel. Una vieja linterna sorda de cobre, digna de un Diógenes que se hubiera convertido en Cartouche, estaba encima de la chimenea.

El hornillo, colocado en el hogar, junto a unos tizones casi apagados, mandaba el humo al cañón de la chimenea y no olía a nada.

La luna, que entraba por los cuatro huecos de la ventana, proyectaba su blancura en la buhardilla purpúrea y llameante; y, para la mentalidad poética de Marius, soñador incluso en plena acción, era como un pensamiento del cielo que se entremezclaba con los sueños deformes de la tierra.

Una corriente de aire, que entraba por el cristal roto, contribuía a disipar el olor del carbón y a disimular la existencia del hornillo.

La guarida de los Jondrette era, si recordamos lo ya dicho acerca del caserón Gorbeau, un lugar admirable para servir de escenario a una acción violenta y tenebrosa y dar cobijo a un crimen. Era la habitación más remota de la casa más aislada del bulevar más desierto de París. Si las emboscadas no hubieran existido ya de antes, las habrían inventado en ese sitio.

Toda la anchura de la finca y una multitud de habitaciones desocupadas separaban aquel tugurio del bulevar; y la única ventana que tenía daba a solares rodeados de tapias y de empalizadas.

Jondrette había encendido la pipa, se había sentado en la silla agujereada y fumaba. Su mujer le hablaba en voz baja.