Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro octavo
El mal pobre
Cap X : Tarifa de los cabriolés del transporte público: dos francos por hora.
Marius no se había perdido nada de aquella escena, pero, en realidad, no había visto nada. No había apartado los ojos de la joven; por decirlo de alguna forma, se había adueñado de ella y la había envuelto por entero con el corazón en cuanto dio el primer paso dentro de la buhardilla. Durante todo el rato en que estuvo en dicha buhardilla, Marius vivió en esa vida propia del éxtasis que deja en suspenso las percepciones materiales y abalanza al alma hacia un punto único. No contemplaba a la muchacha, sino esa luz que llevaba una capa forrada de piel y un sombrero de terciopelo. Si la estrella Sirio hubiese entrado en la habitación, no habría quedado más deslumbrado.
Mientras la joven abría el paquete, desdoblaba la ropa y las mantas y le hacía preguntas bondadosas a la madre y enternecidas a la niña herida, Marius espiaba todos sus ademanes e intentaba oír sus palabras. Ya le eran familiares aquellos ojos, aquella frente, aquella hermosura, aquel talle, aquellos andares, pero no sabía nada del sonido de la voz. Le había parecido captar algunas palabras en una ocasión en Le Luxembourg, pero no estaba seguro del todo. Habría dado diez años de vida por oírla, por poderse llevar en el alma algo de esa música. Pero todo se perdía entre las penosas explicaciones y los trompetazos de Jondrette. Con lo cual el embeleso de Marius llevaba aparejada una indiscutible ira. Miraba a la joven celosamente. No podía creer que fuera realmente esa criatura divina la que estaba viendo entre aquellos seres inmundos en aquel cuchitril monstruoso. Le parecía ver un colibrí entre sapos.
Cuando se fue, sólo pensó en una cosa: seguirla, pegarse a su rastro, no perderla de vista hasta que supiera dónde vivía, al menos no volver a quedarse sin ella después de haberla vuelto a encontrar de forma tan milagrosa. Se bajó de un salto de la cómoda y cogió el sombrero. Cuando estaba poniendo la mano en el pestillo y a punto de salir, lo detuvo un pensamiento. El pasillo era largo; las escaleras, empinadas; y Jondrette, charlatán; y, seguramente, el señor Leblanc todavía no se había subido al coche; si, al volverse en el pasillo, o en las escaleras, o en el umbral, lo divisaba a él, a Marius, en aquella casa, estaba claro que se alarmaría, daría con la forma de volver a escabullirse y, otra vez, habría acabado todo. ¿Qué hacer? ¿Esperar un poco? Pero, durante esa espera, el coche podía irse. Marius estaba perplejo. Por fin, se arriesgó y salió de su cuarto.
No había ya nadie en el pasillo. Fue corriendo a las escaleras. Ya no había nadie en las escaleras. Bajó a toda prisa y llegó al bulevar a tiempo de ver que un coche de punto daba la vuelta a la esquina de la calle de Le Petit-Banquier y regresaba a París.
Marius se abalanzó en aquella dirección. Al llegar a la esquina del bulevar, volvió a ver el coche de punto que iba deprisa calle de Mouffetard abajo. El coche estaba ya muy lejos, no había forma de alcanzarlo. ¿Qué hacer? ¿Seguirlo a la carrera? Imposible. Y, además, desde el coche se fijarían seguramente en un individuo que perseguía a carrera tendida el carruaje y el padre lo reconocería. En ese instante, azar inaudito y maravilloso, Marius vio un cabriolé de alquiler que pasaba vacío por el bulevar. Sólo cabía una decisión: subirse a ese cabriolé e ir detrás del coche de punto. Era algo seguro, eficaz y sin peligro.