Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro octavo
El mal pobre
Cap IX : Jondrette casi llora.
El cuchitril estaba tan oscuro que a quienes llegaban de la calle les daba, al entrar en él, la impresión de estar entrando en un sótano. Los dos recién llegados anduvieron, pues, con pasos titubeantes, ya que apenas si veían unas formas inconcretas alrededor, mientras que los ojos de los moradores de la buhardilla, acostumbrados a ese crepúsculo, los veían y examinaban a la perfección.
El señor Leblanc se acercó, con aquella mirada suya, bondadosa y triste, y le dijo al señor Jondrette:
—Caballero, en este paquete tiene prendas de vestir nuevas, medias y mantas de lana.
—Nuestro angélico benefactor nos colma —dijo Jondrette, haciendo una reverencia hasta el suelo.
Luego se arrimó a su hija mayor y le dijo al oído, en voz baja y a toda prisa, mientras los dos visitantes miraban detenidamente aquella vivienda lamentable:
—¿Qué te decía yo? ¡Ropa! Y de dinero, nada. ¡Todos son iguales! Por cierto, ¿cómo iba firmada la carta de este viejo imbécil?
—Fabantou —contestó la hija.
—El artista dramático; bueno.
Bien hizo Jondrette en preguntarlo, porque en ese preciso momento el señor Leblanc se estaba volviendo hacia él y le estaba diciendo con esa cara de andar buscando el nombre de alguien:
—Veo que es usted muy digno de compasión, señor…
—Fabantou —respondió con presteza Jondrette.
—Señor Fabantou, sí, eso es, ya me acuerdo.
—Artista dramático, caballero, y que tuvo sus éxitos.
Llegados a este punto, a Jondrette le pareció que era el momento de hacerse con el «filántropo». Exclamó con un tono de voz en que había a un tiempo vanagloria de saltimbanqui de feria y humildad de mendigo del camino real: «¡Alumno de Talma, caballero! ¡Soy alumno de Talma! La fortuna me sonrió antaño. Ahora, ¡ay!, le ha tocado el turno a la desgracia. Vea, bienhechor mío, no tenemos ni pan ni fuego. ¡Mis pobres chiquillas no tienen fuego! ¡Mi única silla tiene roto el asiento! ¡Un cristal roto! ¡Con este tiempo! ¡Mi esposa en la cama, enferma!».
—Pobre mujer —dijo el señor Leblanc.
—¡Mi hija herida! —añadió Jondrette.
La niña, distraída con la llegada de los extraños, estaba mirando a «la señorita» y había dejado de llorar.
—¡Llora! ¡Berrea! —le dijo Jondrette por lo bajo.
Y, al mismo tiempo, le dio un pellizco en la mano enferma. Todo ello con destreza de prestidigitador.
La niña puso el grito en el cielo.
La joven adorable a quien Marius llamaba, en su corazón, «su Ursule», se acercó rápidamente.
—¡Pobrecita niña! —dijo.
—¡Vea usted, mi encantadora señorita —siguió diciendo Jondrette—, le sangra la muñeca! Es un accidente que le ocurrió trabajando en una máquina para ganar 30 céntimos diarios. ¡A lo mejor hay que cortarle el brazo!