Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro octavo
El mal pobre
Cap I : Marius busca a una joven con sombrero y encuentra a un hombre con gorra.
Pasó el verano y, luego, el otoño; llegó el invierno. Ni el señor Leblanc ni la joven habían vuelto a Le Luxembourg. Marius no pensaba ya sino en una cosa, en volver a ver aquel rostro dulce y adorable. Seguía buscando; buscaba por doquier; no encontraba nada. Había dejado de ser Marius el soñador, el entusiasta, el hombre resuelto, ardiente y firme, el osado provocador del destino, la mente que edificaba porvenir sobre porvenir, la inteligencia joven cargada de planes, de proyectos, de orgullos, de ideas y de voluntades; era un perro perdido. Cayó en una tristeza oscurísima. Todo había concluido: el trabajo lo repelía, el paseo lo cansaba; tenía ahora ante sí la anchurosa naturaleza, tan repleta antaño de formas, de claridades, de voces, de consejos, de perspectivas, de horizontes, de enseñanzas, y estaba vacía. Le daba la impresión de que todo había desaparecido.
Seguía pensando, porque no podía evitarlo; pero ya no se complacía en esos pensamientos. A cuanto éstos le proponían continuamente por lo bajo, respondía en la sombra: «No merece la pena».
Se hacía cientos de reproches. ¿Por qué la seguí? ¡Era tan dichoso sólo con verla! Me miraba. ¿No era eso ya algo desmedido? Parecía que me quería. ¿Acaso no era un todo? ¿Qué quise conseguir? No hay nada más allá de eso. Fui absurdo. He tenido yo la culpa. Etc., etc. Courfeyrac, a quien no le hacía confidencias, porque ésa era su forma de ser, pero que lo intuía todo hasta cierto punto, porque también era ésa su forma de ser, había empezado por darle la enhorabuena por estar enamorado, aunque asombrándose de ello, por lo demás; luego, viendo a Marius presa de aquella melancolía, acabó por decirle: «Ya veo que, sencillamente, has sido un borrico. Anda, vente a La Chaumière».
En una ocasión, fiándose de un estupendo sol de septiembre, Marius dejó que lo llevasen Courfeyrac, Bossuet y Grantaire al baile de Sceaux, con la esperanza, ¡vaya un sueño!, de encontrarla allí quizá. Por supuesto que no vio a la mujer a quien buscaba. «Y eso que aquí es donde se encuentra uno a todas las mujeres perdidas», refunfuñaba Grantaire para su capote. Marius dejó a sus amigos en el baile y se volvió a pie, solo, cansado, febril, con los ojos turbios y tristes en la oscuridad de la noche mientras lo aturdían a fuerza de ruido y polvo los alegres coches de punto repletos de personas que volvían cantando de la fiesta y pasaban por su lado, desalentado, respirando, para despejarse la cabeza, el áspero aroma de los nogales de la carretera.
Volvió a vivir cada vez más solo, extraviado, agobiado, entregado por completo a su tristeza interior, yendo y viniendo por su dolor como el lobo dentro de la trampa, buscando a la ausente por todas partes, atontado de amor.