Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro sexto
La conjunción de dos estrellas
Cap IX : Eclipse.
Acabamos de ver cómo Marius había descubierto, o creído descubrir, que Ella se llamaba Ursule.
El apetito se abre amando. Saber que se llamaba Ursule ya era mucho; y era poco. Marius se comió ávidamente esa dicha en tres o cuatro semanas. Quiso otra. Quiso saber dónde vivía.
Había cometido un primer error: caer en la emboscada del banco del Gladiador. Luego cometió otro: no quedarse en Le Luxembourg cuando el señor Leblanc venía solo. Y cometió un tercero. Gigantesco. Siguió a «Ursule».
Vivía en la calle de L’Ouest, en el trecho menos frecuentado, en una casa nueva de tres pisos y de apariencia modesta.
A partir de ese momento, Marius sumó a su dicha de verla en Le Luxembourg la dicha de seguirla hasta su casa.
Le iba aumentado el hambre. Sabía cómo se llamaba, o sabía al menos el nombre de pila, ese nombre encantador, el auténtico nombre de una mujer; sabía dónde vivía; quiso saber quién era.
Una noche, tras seguirlos hasta su casa, y en cuanto los vio desaparecer bajo la puerta cochera, entró detrás de ellos y le dijo valerosamente al portero:
—¿Ese que ha entrado es el señor del primero?
—No —contestó el portero—. Es el señor del tercero.
Ya había dado otro paso. Este éxito volvió más atrevido a Marius.
—¿El tercero exterior?
—¡A ver qué remedio! —dijo el portero—. La casa sólo tiene fachada a la calle.
—¿Y a qué se dedica ese señor? —siguió preguntando Marius.
—Es rentista, caballero. Un hombre bien bueno y que favorece mucho a los pobres, aunque él no sea rico.
—¿Y cómo se llama? —añadió Marius.
El portero alzó la cabeza y dijo:
—¿El señor es de la pasma?
Marius se fue, bastante corrido, pero encantado de la vida. Iba progresando.
«Bueno —pensó—, ya sé que se llama Ursule, que es hija de un rentista y vive en el tercer piso de la calle de L’Ouest.»
Al día siguiente, el señor Leblanc y su hija no hicieron sino una breve aparición en Le Luxembourg. Se fueron aún en pleno día. Marius los siguió hasta la calle de L’Ouest, como acostumbraba. Al llegar ante la puerta cochera, el señor Leblanc hizo entrar delante a su hija y, luego, se detuvo antes de cruzar el umbral, se volvió y miró fijamente a Marius.
Al día siguiente no fueron a Le Luxembourg. Marius esperó en vano todo el día.
Al caer la noche, fue a la calle de L’Ouest y vio luz en las ventanas del tercero. Paseó bajo esas ventanas hasta que se apagó la luz.
Al día siguiente, nadie en Le Luxembourg. Marius se pasó todo el día esperando y fue luego a montar guardia de noche bajo las ventanas. En aquella ocupación le daban las diez de la noche. Cenaba cuando podía. La fiebre alimenta al enfermo, y el amor, al enamorado.
Así pasaron ocho días. El señor Leblanc y su hija no aparecían ya por Le Luxembourg. Marius hacía conjeturas tristes; no se atrevía a acechar la puerta cochera de día. Se contentaba con ir por las noches para mirar el resplandor rojizo de los cristales. A veces veía pasar sombras y le latía el corazón.
El octavo día, cuando llegó bajo las ventanas, no había luz. «¡Anda! —dijo—. Todavía no han encendido la lámpara. Pues ya es de noche. ¿Habrán salido?» Esperó hasta las diez. Hasta medianoche. Hasta la una de la mañana. No se encendió luz alguna en las ventanas del tercero ni nadie entró en la casa. Se marchó, muy sombrío.