Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro sexto
La conjunción de dos estrellas
Cap II : Lux facta est.
El segundo año, precisamente en el punto de esta historia a que ha llegado el lector, aconteció que se interrumpió esa costumbre de ir a Le Luxembourg, sin que Marius supiera muy bien por qué, y estuvo casi seis meses sin pisar por aquel paseo. Un día, por fin, volvió. Era una mañana de verano serena. Marius estaba alegre como lo estamos cuando hace bueno. Le parecía que llevaba en el corazón todos los cantos de los pájaros que oía y todos los retazos de cielo azul que veía a través de las hojas de los árboles.
Se fue derecho a «su paseo» y, cuando llegó al final, divisó, en el mismo banco, a la pareja conocida. Pero, al acercarse, el hombre era efectivamente el mismo, aunque le pareció que la muchacha no era ya la misma. Lo que estaba viendo ahora era una joven alta y hermosa con todas las formas más deliciosas de la mujer en ese momento preciso en que se combinan aún con todos los encantos más candorosos de la niña, momento fugitivo y puro que sólo pueden expresar estas dos palabras: quince años. Tenía un pelo castaño admirable que se matizaba con vetas doradas, una frente que parecía de mármol, mejillas que eran un pétalo de rosa de un encarnado suave, una palidez emocionada, una boca exquisita de donde brotaba la sonrisa como una luz y la palabra como una música, una cabeza que Rafael le habría dado a María posada en un cuello que Jean Goujon le habría dado a Venus. Y para que nada le faltase a aquella preciosa cara, la nariz no era hermosa, era bonita; ni recta ni curvada, ni italiana ni griega; era la nariz parisina, es decir, retrechera, fina, irregular y pura con ese algo que desespera a los pintores y que encandila a los poetas.
Cuando Marius pasó por su lado, no pudo verle los ojos porque tenía la vista baja continuamente. Sólo le vio las largas pestañas de color castaño impregnadas de sombra y pudor.
No impedía ello a la hermosa jovencita sonreír mientras atendía a lo que le decía el hombre de pelo blanco, y no había nada tan encantador como aquella sonrisa juvenil con la mirada baja.
De entrada, Marius pensó que se trataría de otra hija del mismo hombre, hermana de la primera seguramente. Pero, cuando el hábito invariable de sus paseos lo llevó por segunda vez junto al banco y la miró atentamente, se dio cuenta de que era la misma. En seis meses la niña se había convertido en joven; y nada más. Es un fenómeno de los más frecuentes. Llega un momento en que las muchachas florecen en un abrir y cerrar de ojos y se convierten de golpe en rosas. Ayer las dejamos siendo niñas y hoy nos la encontramos desasosegantes.
Esta joven no sólo había crecido, sino que se había convertido en un ideal. De la misma forma que a algunos árboles les basta con tres días de abril para cubrirse de flores, a ella le había bastado con seis meses para vestirse de hermosura. Le había llegado su abril.
Vemos a veces que algunas personas pobres y mezquinas parecen despertar, pasan de repente de la indigencia al boato, se gastan el dinero de mil formas y se vuelven de pronto brillantes, pródigas y espléndidas. Todo viene del hecho de que han cobrado una renta; la víspera ha vencido un plazo. Esta joven había cobrado las rentas del semestre.
Y además no era ya la interna con sombrero de felpa, vestido de merino, zapatos de colegial y manos enrojecidas; con la belleza le había llegado el buen gusto; era una muchacha bien vestida con algo así como una elegancia sencilla, ocurrente y desenfadada. Llevaba un vestido de damasco negro, una esclavina de la misma tela y un sombrero de crespón blanco.