Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro quinto
Excelencia de la desdicha
Cap VI : El sustituto.
Quiso el azar que el regimiento del teniente Théodule llegase en guarnición a París. Esto le dio otra idea a la señorita Gillenormand. La primera vez se le había ocurrido que Théodule vigilase a Marius; ahora tramó que Théodule fuese el sustituto de Marius.
Por si acaso, por si el abuelo estuviera notando la inconcreta necesidad de un rostro joven en la casa, porque esos resplandores de aurora a veces les endulzan la vida a las ruinas, parecía oportuno dar con otro Marius. «¿Por qué no? —pensó la señorita Gillenormand—; será una simple errata como las que me encuentro en los libros: Marius, léase Théodule.»
Un sobrino nieto es más o menos un nieto; a falta de un abogado, bien está un lancero.
Una mañana en que el señor Gillenormand estaba leyendo La Quotidienne o algo por el estilo entró su hija y le dijo con su voz más dulce, pues estaba hablando de su favorito:
—Padre, va a venir esta mañana Théodule a presentarle sus respetos.
—¿Y quién es ese Théodule?
—Su sobrino nieto.
—¡Ah! —dijo el abuelo.
Después siguió leyendo, se olvidó por completo de ese sobrino nieto que no era sino un Théodule cualquiera y no tardó en ponerse de muy mal humor, cosa que le sucedía casi siempre cuando leía. La «hoja» que tenía en la mano, monárquica por lo demás, ni que decir tiene, anunciaba para el día siguiente, sin ningún agrado, uno de los sucesos menudos del París de entonces: que los estudiantes de las facultades de Derecho y de Medicina iban a reunirse en la plaza de Le Panthéon a mediodía para deliberar. Se trataba de uno de los asuntos del momento, de la artillería de la Guardia Nacional y de un conflicto entre el ministro de la Guerra y la «milicia ciudadana» acerca de los cañones colocados en el patio del Louvre. Los estudiantes iban a «deliberar» al respecto. No hacía falta mucho más para amostazar al señor Gillenormand.
Se acordó de Marius, que era estudiante y, probablemente, iría, como los demás, a «deliberar a mediodía en la plaza de Le Pantheón».
Cuando andaba con esos pensamientos penosos, entró el teniente Théodule de paisano, decisión hábil; la señorita Gillenormand lo hizo pasar discretamente. El lancero se había echado esta cuenta: ese druida viejo no tiene todo el dinero invertido en renta vitalicia. Merece la pena quitarse el uniforme de vez en cuando.
La señorita Gillenormand le dijo en voz alta a su padre:
—Su sobrino nieto, Théodule.
Y, por lo bajo, al teniente:
—Dale la razón en todo.
Y se retiró.
El teniente, poco acostumbrado a encuentros tan venerables, balbució con cierta timidez: «¿Cómo está, tío?», e hizo un saludo mixto compuesto del esbozo involuntario y automático del saludo militar, que acabó como un saludo civil.
—Ah, ¿es usted? Muy bien, siéntese —dijo el anciano.
Y acto seguido se olvidó por completo del lancero.
Théodule se sentó y el señor Gillenormand se puso de pie.
El señor Gillenormand empezó a dar paseos arriba y abajo, con las manos metidas en los bolsillos, hablando en voz alta; los viejos dedos manoseaban con irritación los dos relojes que llevaba en ambos bolsillos del chaleco.