Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro cuarto
Los amigos del A B C
Cap VI : Res augusta.
Aquella velada dejó en Marius una conmoción muy honda y una oscuridad triste en el alma. Sintió lo que quizá siente la tierra en el momento en que la abren con el hierro para depositar en ella el grano de trigo; sólo nota la herida; el sobresalto del germen y de la alegría del fruto no llegan hasta más adelante.
Marius estuvo adusto. Acababa apenas de construirse una fe. ¿Tenía ya que renunciar a ella? Se aseguró a sí mismo que no. Se afirmó que no quería dudar y empezó a dudar a pesar suyo. Hallarse entre dos religiones sin haber salido aún de una ni haber entrado aún en otra resulta insoportable; y esos crepúsculos sólo agradan a las almas murciélago. Marius era de mirada franca y necesitaba luz de verdad. Las penumbras de la duda le dolían. Por mucho que deseara quedarse donde estaba y no moverse de ahí, notaba una obligación invencible de seguir adelante, de avanzar, de examinar, de pensar, de ir más allá. ¿Dónde lo llevaría todo aquello? Le daba miedo, después de haber dado tantos pasos que lo habían acercado a su padre, dar ahora otros pasos que podrían alejarlo de él. El malestar que sentía iba a más con todas las reflexiones que se le iban ocurriendo. Iba apareciendo y lo iba rodeando una escarpadura. No estaba de acuerdo ni con su abuelo ni con sus amigos; a aquél le parecía un temerario, y a éstos, un atrasado; se dio cuenta de que estaba doblemente aislado, por el lado de los ancianos y por el lado de los jóvenes. Dejó de ir al café Musain.
Tan turbada tenía la conciencia que no se acordaba ya de determinados aspectos serios de la existencia. Las realidades de la vida no nos consienten que nos olvidemos de ellas. Un día se presentaron de repente para darle un codazo.
Una mañana, el dueño del hotel entró en la habitación de Marius y le dijo:
—El señor Courfeyrac respondió por usted.
—Sí.
—Pero tendría usted que pagarme.
—Ruegue al señor Courfeyrac que venga a hablar conmigo —dijo Marius.
Cuando llegó Courfeyrac, el hostelero los dejó solos. Marius le contó lo que no se le había ocurrido contarle antes: que era como si no tuviera a nadie en el mundo, pues no tenía padres ni parientes.
—¿Y qué va a ser de usted? —dijo Courfeyrac.
—No tengo ni la más remota idea —contestó Marius.
—¿Qué va a hacer?
— No tengo ni la más remota idea.
—¿Tiene dinero?
—Quince francos.
—¿Quiere que le haga un préstamo?
—Nunca.
—¿Tiene ropa?
—Está que ve aquí.
—¿Tiene joyas?
—Un reloj.
—¿De plata?
—De oro. Éste.
—Conozco a un prendero que le aceptará la levita y unos pantalones.
—Me parece bien.
—Se quedará usted sólo con unos pantalones, un chaleco, un sombrero y un frac.
—Y con las botas.
—¿Cómo? ¿No va a ir descalzo? ¡Menuda opulencia!