Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro tercero
El abuelo y el nieto
Cap VIII : Mármol contra granito.
Allí era adonde había ido Marius la primera vez que se había ausentado de París. Allí volvía siempre que el señor Gillenormand decía: «No duerme en casa».
El teniente Théodule se quedó completamente desconcertado ante aquel vecindario inesperado de una sepultura; notó una sensación desagradable y singular que era incapaz de analizar y se componía del respeto debido a una tumba y el respeto debido a un coronel. Retrocedió, dejando a Marius a solas en el cementerio, y retrocedió de forma disciplinada. Vio a la muerte con unas charreteras muy anchas y le faltó poco para hacerle el saludo militar. Como no sabía que escribirle a su tía, decidió no escribirle; y es muy probable que el descubrimiento de Théodule acerca de los amores de Marius se hubiera quedado en nada si, por una de esas combinaciones de circunstancias misteriosas, que tanto se dan por casualidad, la escena de Vernon no hubiese tenido casi en el acto en París algo así como una repercusión.
Marius regresó de Vernon el tercer día, muy temprano, se fue a casa de su abuelo y, cansado por haber pasado dos noches en la diligencia y notando la necesidad de reparar el insomnio con una hora en la escuela de natación, subió rápidamente a su cuarto, no se paró más que a quitarse la levita de viaje y el cordón negro que llevaba al cuello y se fue a bañar.
El señor Gillenormand, que había madrugado, como todos los ancianos con buena salud, lo oyó volver y le faltó tiempo para subir, con toda la velocidad que le permitió la vejez de las piernas, las escaleras del sotabanco donde se alojaba Marius para darle un abrazo, y hacerle preguntas mientras se lo daba e intentar averiguar dentro de lo posible de dónde venía.
Pero el adolescente tardó menos en bajar que el octogenario en subir, y cuando Gillenormand entró en la buhardilla, Marius ya no estaba en ella.
La cama no estaba deshecha y encima de la cama se brindaban, confiados, la levita y el cordón negro.
—Mucho mejor —dijo el señor Gillenormand.
Y, momentos después, entraba en el salón donde estaba la señorita Gillenormand bordando ruedas de cabriolé.
La entrada fue triunfal.
El señor Gillenormand llevaba en una mano la levita y en la otra la cinta del cuello e iba voceando:
—¡Victoria! ¡Vamos a aclarar el misterio! ¡Vamos a enterarnos de todo, de punta a cabo, vamos a poder palpar los libertinajes de ese hipocritilla! Aquí tenemos la novela tal cual. ¡Tengo el retrato!
Efectivamente, una caja negra de tafilete, bastante parecida a un medallón, colgaba del cordón.
El anciano cogió la caja y se la quedó mirando un rato sin abrirla, con esa misma expresión de voluptuosidad, de arrobo y de ira de un pobre diablo hambriento que viera cómo le pasa por delante de las narices una cena admirable que no es para él.
—Porque esto tiene que ser un retrato. Ya sé yo cómo son estas cosas. Y se lleva tiernamente cerca del corazón. ¡Serán bobos! ¡Seguramente un adefesio horrible que dará escalofríos! ¡Los jóvenes tienen tan mal gusto ahora!
—Vamos a verlo, padre —dijo la solterona.
La caja se abría apretando un resorte. Sólo encontraron en ella un papel cuidadosamente doblado.