Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro tercero
El abuelo y el nieto
Cap V : De la utilidad de ir a misa para hacerse revolucionario.
Marius conservaba las costumbres piadosas de la infancia. Un domingo fue a oír misa a Saint-Sulpice, a esa misma capilla de la Virgen donde lo llevaba su tía de pequeño. Como aquel día estaba más distraído y soñador de lo que solía, se puso detrás de un pilar y se arrodilló, sin pararse a pensar, en un reclinatorio de terciopelo de Utrecht en cuyo respaldo ponía: Señor Mabeuf, mayordomo. Nada más empezar la misa, apareció un anciano y le dijo a Marius:
—Este sitio es mío, caballero.
Marius se apresuró a levantarse y el anciano recuperó su reclinatorio.
Al acabar la misa, Marius seguía ensimismado a pocos pasos; el anciano se le volvió a acercar y le dijo:
—Le pido perdón, caballero, por haberlo molestado hace un rato y molestarlo ahora otra vez; pero he debido de parecerle importuno y tengo que darle una explicación.
—Caballero —dijo Marius—, no es necesario.
—¡Sí que lo es! —siguió diciendo el anciano—. No quiero que tenga mala opinión de mí. Mire usted, le tengo mucho apego a este sitio, Me da la impresión de que desde aquí la misa es mejor. ¿Por qué? Se lo voy a decir. A este sitio vi acudir durante diez años, cada dos o tres meses sin falta, a un pobre padre que no tenía más oportunidad ni más forma de ver a su hijo porque se lo impedían debido a unos arreglos de familia. Venía a la hora en que sabía que traían a su hijo a misa. El niño no sospechaba que su padre estaba allí. ¡A lo mejor ni sabía el infeliz inocente que tenía padre! El padre se quedaba detrás de un pilar para que no lo vieran. Miraba a su hijo y lloraba. ¡Aquel pobre hombre idolatraba a ese niño! Es algo que vi con mis propios ojos. Este sitio se volvió para mí un lugar santificado y he tomado la costumbre de venir aquí a oír misa. Lo prefiero al banco de fábrica donde me corresponde un sitio como mayordomo que soy. Conocí algo incluso a ese pobre señor. Tenía un suegro, una tía rica, parientes, no lo sé muy bien, que amenazaban con desheredar al niño si su padre lo veía. Se sacrificó para que su hijo fuera un día rico y feliz. Lo separaban de él por opiniones políticas. A mí, desde luego, me parecen bien las opiniones políticas, pero hay personas que no saben poner límites. ¡Dios mío! Ese hombre no era un monstruo por haber estado en Waterloo; no se separa a un padre de su hijo por una cosa así. Era un coronel de Bonaparte. Me parece que se ha muerto. Vivía en Vernon, donde está mi hermano, que es párroco. Se llamaba algo así como Pontmarie o Montpercy… A fe mía que tenía un buen tajo, un sablazo.
—¿Pontmercy? —preguntó Marius poniéndose pálido.
—Eso mismo. Pontmercy. ¿Lo conoció usted?
—Caballero —dijo Marius—, era mi padre.
El anciano mayordomo juntó las manos y exclamó:
—¡Ah, es usted el niño aquel! Sí, claro, ya tiene que ser un hombre. Pues, ¿sabe, mi pobre niño?, bien puede decir que tuvo un padre que lo quiso muchísimo.
Marius le ofreció el brazo al anciano y lo acompañó a su casa. Al día siguiente, le dijo al señor Gillenormand:
—Unos amigos y yo hemos organizado una cacería. ¿Me permite que esté fuera tres días?
—Y cuatro —contestó el abuelo—. Ve y pásalo bien.
Y, guiñando un ojo, le dijo a su hija por lo bajo:
—¡Algún amorío!