Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro tercero
El abuelo y el nieto
Cap IV : Un salón a la antigua.
Marius concluyó sus estudios clásicos al tiempo que el señor Gillenormand se retiraba de la vida social. El anciano se despidió del barrio de Saint-Germain y del salón de la señora de T. y se fue a vivir a Le Marais, a su casa de la calle de Les Filles-du-Calvaire. Tenía allí, a su servicio, además del conserje, a aquella doncella, Nicolette, que había ocupado el puesto de la Magnon, y a aquel Basque jadeante y asmático de los que hemos hablado antes.
En 1827 acababa Marius de cumplir los diecisiete años. Una noche, al volver a casa, vio a su abuelo con una carta en la mano.
—Marius —dijo el señor Gillenormand—, saldrás mañana para Vernon.
—¿Para qué? —dijo Marius.
—Para ver a tu padre.
Marius se estremeció. Había pensado en todo menos en eso: en que pudiera ocurrir que un día fuese a ver a su padre. Nada podía resultarle ni más inesperado, ni más sorprendente ni, digámoslo, más desagradable. Era el distanciamiento forzado a la reconciliación. No, no era un disgusto; era una obligación ingrata.
Marius, además de sus motivos de antipatía política, estaba convencido de que su padre, el soldadote, como lo llamaba el señor Gillenormand cuando estaba de buenas, no lo quería; estaba claro, puesto que lo había abandonado de aquella manera y se lo había entregado a otras personas. Como no se sentía querido, no quería. Así de sencillo, se decía.
Se quedó tan estupefacto que no le preguntó nada al señor Gillenormand. El abuelo añadió:
—Por lo visto está enfermo. Quiere verte.
Y, tras un silencio, añadió:
—Vete mañana por la mañana. Creo que hay en La Cour des Fontaines un coche que sale a las seis y llega a última hora de la tarde. Cógelo. Dice que corre prisa.
Luego, arrugó la carta y se la metió en el bolsillo. Marius habría podido salir esa misma noche y estar junto a su padre a la mañana siguiente. Una diligencia de la calle de Le Bouloi hacía, por entonces, el viaje hasta Ruán de noche y pasaba por Vernon. Ni al señor Gillenormand ni a Marius se les ocurrió buscar información.
Al día siguiente, al caer la noche, llegó Marius a Vernon. Empezaban a encenderse las velas. Preguntó al primero que pasó por la casa del señor Pontmercy. Porque coincidía con las opiniones de la Restauración y tampoco él admitía que su padre fuera barón ni coronel.
Le indicaron la vivienda. Llamó a la puerta. Vino a abrirle una mujer con una lamparita en la mano.
—¿El señor Pontmercy? —dijo Marius.
La mujer no se movió.
—¿Es aquí? —preguntó Marius.
La mujer asintió con la cabeza.
—¿Podría hablar con él?
La mujer negó con el gesto.
—Pero si soy su hijo. Me está esperando —dijo Marius.
—Ya no lo espera —contestó la mujer.
Entonces Marius se dio cuenta de que estaba llorando.
La mujer le indicó con el dedo la puerta de una sala de la planta baja. Entró.
En aquella sala, que iluminaba una vela de sebo colocada encima de la chimenea, había tres hombres, uno de pie, otro de rodillas y otro que estaba en el suelo, en camisón, tendido cuan largo era en las baldosas. El que estaba en el suelo era el coronel.
Los otros dos eran un médico y un sacerdote, que estaba rezando.