Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro segundo
El gran burgués
Cap VI : Donde el lector vislumbra a la Magnon y a sus dos hijos pequeños.
En el señor Gillenormand el dolor se manifestaba en forma de ira; lo ponía furioso estar desesperado. Tenía todos los prejuicios posibles y se tomaba todas las licencias. Una de las cosas con que construía su apariencia exterior y su satisfacción íntima era, como acabamos de indicar, seguir siendo un vert galant, como decían de Enrique IV, un galán lozano, y que se lo tuviera rotundamente por tal. Decía que era una «reputación regia». Esa reputación regia le proporcionaba a veces singulares bicocas. Un día le trajeron a casa en una banasta, como un cesto de ostras, a un recién nacido robusto, que chillaba a pulmón herido, envuelto oportunamente en pañales, que una criada despedida seis meses antes le adjudicaba. El señor Gillenormand tenía por entonces ochenta y cuatro años, ni uno menos. Indignación y clamores entre las personas de su entorno. ¿Quién creía esa pícara descarada que se iba a tragar aquello? ¡Qué atrevimiento! ¡Qué calumnia abominable! El señor Gillenormand no se enfadó ni poco ni mucho. Miró al rorro con la beatífica sonrisa de un hombre a quien halaga la calumnia y dijo a nadie en particular y a todo el mundo en general: «A ver… ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué sucede? ¿Qué ocurre? Mucho os asombráis, y, a decir verdad, como personas ignorantes. El señor duque de Angulema, bastardo de su majestad Carlos X, se casó a los ochenta y cinco años con una redicha de quince años; el señor Virginal, marqués de Alluye, hermano del cardenal De Sourdis, arzobispo de Burdeos, tuvo a los ochenta y tres años, de una doncella de la señora presidenta Jacquin, un hijo, un verdadero hijo del amor, que fue caballero de Malta y consejero de Estado de espada; uno de los grandes hombres de este siglo, el padre Tabaraud, es hijo de un hombre de ochenta y siete años. Cosas así no tienen nada de extraordinario. ¡Y qué me decís de la Biblia! Dicho esto, declaro que este hombrecito no es mío. Que lo atiendan. Él no tiene culpa de nada». Fue un proceder bondadoso. La pelandusca aquella, que se llamaba Magnon, le hizo un segundo envío al año siguiente. Otro niño. En vista de eso, el señor Gillenormand capituló. Le devolvió los arrapiezos a su madre y se comprometió a pagar, para mantenerlos, ochenta francos mensuales con la condición de que la ya citada madre no volviera a las andadas. Añadió: «Quiero que la madre los trate bien. Iré a verlos de vez de cuando». Cosa que hizo. Había tenido un hermano sacerdote que fue a los treinta y tres años rector de la academia de Poitiers y murió a los setenta y nueve. Se me murió muy joven, decía. Aquel hermano, del que no han quedado grandes recuerdos, era un avaro apacible que, por ser sacerdote, se creía en la obligación de dar limosna a los pobres con los que se cruzaba, pero nunca les daba más que monedas de cobre de tiempos de la Revolución o céntimos que estaban ya fuera de circulación, dando así con el sistema para ir al infierno por el camino del paraíso. Nuestro Gillenormand, el hermano mayor, no escatimaba las limosnas y las daba con frecuencia y como Dios manda. Era benévolo, brusco, caritativo y, si hubiera sido rico, habría tirado por la senda de la esplendidez. Quería que todo cuanto tuviera que ver con él se hiciera a lo grande, incluso las granujadas. Un día, en un asunto de herencia, tras robarle un hombre de negocios de una forma burda y evidente, soltó esta exclamación solemne: «¡Por vida de…! ¡Vaya forma torpe de hacerlo! ¡Me dan una vergüenza estas malas artes! Todo ha degenerado en este siglo, incluso los sinvergüenzas.