Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro segundo
El gran burgués
Cap V : Basque y Nicolette.
Tenía teorías. He aquí una de ellas: «Cuando un hombre quiere con pasión a las mujeres y tiene una mujer propia que le importa muy poco, fea, agria, legítima, colmada de derechos, aferrada al código y celosa si se tercia, no hay más que una forma de salir del paso y de conseguir que te deje en paz, y es dejarle a ella los cordones de la bolsa. Esa abdicación le concede la libertad. Su mujer, entonces, tiene de qué ocuparse; le entra pasión por el manejo del dinero contante y sonante, se mancha de cardenillo los dedos, se dedica a la crianza de aparceros y a meter en cintura a los labradores; convoca a los procuradores, dirige a los notarios, arenga a los escribanos, va a ver a los leguleyos, está pendiente de los pleitos, redacta los arrendamientos, dicta los contratos, se siente dueña y señora, vende, compra, paga, mangonea, promete y compromete, vincula y rescinde, cede, concede y retrocede, compone y descompone, ahorra y despilfarra; mete la pata, felicidad magistral y personal, lo cual es un gran consuelo. Mientras su marido la desdeña, ella se da el gusto de arruinar a su marido». Esta teoría se la había aplicado a sí mismo el señor Gillenormand y se había convertido en su propia historia. Su mujer, la segunda, había administrado su fortuna de forma tal que al señor Gillenormand le quedaba, cuando se quedó viudo, lo justo para vivir si lo colocaba todo en renta vitalicia: unos quince mil francos de renta, los tres cuartos de la cual desaparecerían con él. No se lo pensó dos veces, pues le daba igual no dejar herencia. Por lo demás, ya tenía visto que a los patrimonios les podían pasar muchas cosas peregrinas, por ejemplo convertirse en bienes nacionales; había presenciado las transformaciones del tercio consolidado y no creía gran cosa en el libro mayor. ¡Cosas de la calle de Quincampoix![30], decía. Ya hemos dicho que la casa de la calle de Les Filles-du-Calvaire era suya. Tenía dos criados, «varón y hembra». Cuando entraba un criado a su servicio, el señor Gillenormand lo volvía a bautizar. Les ponía a los hombres el nombre de la provincia de que procedían: Nîmois, Comtois, Poitevin, Picard. Su último ayuda de cámara era un hombre grueso, de piernas hinchadas y corto de aliento; tenía cincuenta y cinco años y era incapaz de correr veinte pasos seguidos, pero, como había nacido en Bayona, el señor Gillenormand lo llamaba Basque. En cuanto a las sirvientas, todas las de su casa se llamaban Nicolette (incluso la Magnon, de la que hablaremos más adelante). Un día se presentó una estupenda cocinera, un cordon bleu, de noble estirpe de porteros. «¿Cuánto quiere ganar?», le preguntó el señor Gillenormand. «Treinta francos.» «¿Cómo se llama?» «Olympie.» «Te pagaré cincuenta francos y te llamarás Nicolette.»