La señora Bovary de Gustave Flaubert
Tercera parte.
Capítulo V
Era los jueves. Se levantaba y se vestía sin hacer ruido para no despertar a Charles, que le habría comentado que se arreglaba demasiado temprano. Luego andaba dando vueltas arriba y abajo; se ponía delante de las ventanas, miraba la plaza. La luz del amanecer pasaba entre los postes del mercado y en la casa del boticario, que tenía los postigos cerrados, se vislumbraban, en el color pálido de la aurora, las mayúsculas del rótulo.
Cuando el reloj marcaba las siete y cuarto, se iba a El León de Oro y Artémise le abría la puerta bostezando. Desenterraba para la señora las brasas tapadas con ceniza. Emma se quedaba sola en la cocina. De vez en cuando, salía. Hivert estaba enganchando los caballos sin prisas y atendiendo, por lo demás, a la señora Lefrançois, que, asomando la cabeza tocada por un gorro de dormir por un ventano, le encargaba recados y le daba explicaciones que habrían sacado de sus casillas a cualquier otro hombre. Emma golpeaba con la suela de las botinas en los adoquines del corral.
Por fin, cuando ya se había tomado la sopa y puesto el tabardo y había encendido la pipa y empuñado el látigo, Hivert se acomodaba tranquilamente en su sitio.
La Golondrina echaba a andar a trote corto y se pasaba tres cuartos de hora parándose de trecho en trecho para recoger viajeros que la esperaban de pie a la orilla del camino, delante de las cercas de los corrales. Los que habían avisado la víspera se hacían esperar: los había incluso que estaban todavía en casa y en la cama; Hivert los llamaba, voceaba, renegaba y acababa por bajarse del asiento e iba a golpear con fuerza las puertas. El viento entraba por las ventanillas resquebrajadas.