La señora Bovary de Gustave Flaubert
Tercera parte.
Capítulo II
Al llegar a la fonda, la señora Bovary se quedó extrañada al no ver la diligencia. Hivert, que la había estado esperando cincuenta y tres minutos, había acabado por marcharse.
Nada la obligaba a irse, sin embargo; pero había dado su palabra de que estaría de regreso esa misma noche. Y además Charles la estaba esperando; y ya notaba en el corazón esa cobarde docilidad que es, para muchas mujeres, algo así como el castigo y, a la vez, el precio de redención del adulterio.
Hizo deprisa el baúl, pagó la cuenta, tomó un cabriolé en el patio y, metiendo prisa al cochero, dándole ánimos, preguntando cada minuto la hora y cuántos kilómetros llevaban recorridos, consiguió alcanzar a La Golondrina a la altura de las primeras casas de Quincampoix.
No bien estuvo sentada en su rincón, cerró los ojos y volvió a abrirlos en la parte de abajo de la cuesta, donde reconoció de lejos a Félicité, que estaba apostada delante de la casa del herrador. Hivert tiró de las riendas de los caballos y la cocinera, poniéndose de puntillas para llegar al montante, dijo misteriosamente:
—Señora, tiene que ir enseguida a casa del señor Homais. Es algo que corre prisa.
El pueblo estaba callado, como de costumbre. En las esquinas de las calles había montoncitos color de rosa que humeaban, porque era la temporada de las mermeladas y todo el mundo en Yonville preparaba su remesa el mismo día. Pero delante de la botica podía admirarse un montón mucho mayor y que dejaba atrás a los otros por la superioridad que corresponde a un laboratorio frente a los fogones de una casa burguesa y a una necesidad general frente a los caprichos individuales.