La señora Bovary de Gustave Flaubert
Tercera parte.
Capítulo I
Léon, al tiempo que estudiaba Derecho, había ido más que asiduamente a La Chaumière, donde había tenido incluso mucho éxito con las modistillas, que lo encontraban distinguido. Era un estudiante de lo más decoroso: no llevaba el pelo ni demasiado corto ni demasiado largo, no se gastaba el primer día del mes el dinero del trimestre y tenía buenas relaciones con sus profesores. En cuanto a cometer excesos, siempre se había abstenido, más por pusilánime que por mirado.
Con frecuencia, cuando se quedaba leyendo en su cuarto, o sentado al atardecer bajo los tilos de Le Luxembourg, se le caía de las manos el Código y le volvía el recuerdo de Emma. Pero poco a poco se fue debilitando ese sentimiento y se amontonaron encima otras ansias, aunque persistía, colándose entre ellas; porque Léon no perdía del todo la esperanza y existía para él algo así como una promesa incierta balanceándose en el porvenir igual que una fruta de oro que colgase de alguna fronda fantástica.
Luego, al volver a verla después de tres años de ausencia, se le despertó la pasión. Era necesario, pensó, resolverse al fin a pretender poseerla. Por lo demás, la timidez se le había ido desgastando al contacto con las compañías festivas y regresaba a provincias despreciando todo cuanto no pisara con zapato de charol el asfalto del bulevar. Junto a una parisina vestida de encajes, en el salón de algún doctor ilustre que fuera un personaje condecorado y con coche, el infeliz pasante habría temblado seguramente como un niño; pero aquí, en Ruán, en el puerto, ante la mujer de aquel medicucho, se sentía a gusto, seguro de antemano de que iba a deslumbrarla. El aplomo depende del ambiente en que se ejerza: no hablamos en el piso principal como en el cuarto piso y a la mujer rica parecen rodearla, para guardar su virtud, todos sus billetes de banco, a modo de coraza, metidos en el forro del corsé.