Tradiciones peruanas de Ricardo Palma.
LA LLORONA DEL VIERNES SANTO
Cuadro tradicional de costumbres antiguas
Existía en Lima, hasta hace cincuenta años, una asociación de mujeres todas garabateadas de arrugas y más pilongas que piojo de pobre, cuyo oficio era gimotear y echar lagrimones como garbanzos. ¡Vaya una profesión perra y barrabasada! Lo particular es que toda socia era vieja como el pecado, fea como un chisme y con pespuntes de bruja y rufiana. En España dábanlas el nombre de plañidoras; pero en estos reinos del Perú se les bautizó con el de doloridas o lloronas.
Que el gobierno colonial hizo lo posible por desterrarlas, me lo prueba un bando o reglamento de duelos que el virrey don Teodoro de Croix mandó promulgar en Lima con fecha 31 de agosto de 1786, y que he tenido oportunidad de leer en el tomo XXXVIII de Papeles varios de la Biblioteca Nacional. Dice así, al pie de la letra, el artículo 12 del bando: «El uso de las lloronas o plañidoras, tan opuesto a las máximas de nuestra religión como contrario a las leyes, queda perpetuamente proscrito y abolido, imponiéndose a las contraventoras la pena de un mes de servicio en un hospital, casa de misericordia o panadería». Parece que este bando fué como tantos otros, letra muerta.
No bien fallecía prójimo que dejase hacienda con que pagar un decente funeral, cuando el albacea y deudos se echaban por esas calles en busca de la llorona de más fama, la cual se encargaba de contratar a las comadres que la habían de acompañar. El estipendio, según reza un añejo centón que he consultado, era de cuatro pesos para la plañidera en jefe y dos para cada subalterna. Y cuando los dolientes, echándola de rumbosos, añadían algunos realejos sobre el precio de tarifa, entonces las doloridas estaban también obligadas a hacer algo de extraordinario, y este algo era acompañar el llanto con patatuses, convulsiones epilépticas y repelones. Ellas, en unión de los llamados pobres de hacha, que concurrían con un cirio en la mano, esperaban a la puerta del templo la entrada y salida del cadáver para dar rienda suelta a su aflicción de contrabando.
Dígase lo que se quiera en contra de ellas; pero lo que yo sostengo es que ganaban la plata en conciencia. Habíalas tan adiestradas que no parece sino que llevaban dentro del cuerpo un almacén de lágrimas; tanto eran éstas bien fingidas, merced al expediente de pasarse por los ojos los dedos untados en zumo de ajos y cebollas. Con frecuencia, así habían conocido ellas al difundo como al moro Muza, y mentían que era un contento exaltando entre ayes y congojas las cualidades del muerto.
—¡Ay, ay! ¡Tan generoso y caritativo!—y el que iba en el cajón había sido usurero nada menos.
—¡Ay, ay! ¡Tan valiente y animoso!—el infeliz había liado los bártulos por consecuencia del mal de espanto que le ocasionaron los duendes y las penas.
—¡Ay, ay! ¡Tan honrado y buen cristiano!—y el difunto había sido, por sus picardías y por lo encallecida que traía la conciencia, digno de morir en alto puesto, es decir, en la horca.
Y por este tono eran las jeremiadas.