La señora Bovary de Gustave Flaubert
Segunda parte.
Capítulo XIII
Nada más llegar a su casa, Rodolphe se sentó de golpe ante el escritorio, debajo de la cabeza de ciervo que, colgada de la pared, hacía de trofeo. Pero, cuando tuvo la pluma entre los dedos, no se le ocurrió nada; así que apoyó los codos en la mesa y se puso a pensar. Le parecía que Emma había retrocedido a un pasado remoto, como si la decisión tomada acabase de colocar entre los dos un intervalo gigantesco.
Para recuperar algo de ella, fue a buscar al armario que tenía a la cabecera de la cama una caja vieja de galletas de Reims donde solía guardar las cartas de mujeres; y salió de ella un olor a polvo húmedo y a rosas marchitas. Lo primero que vio fue un pañuelo cubierto de gotitas pálidas. Era un pañuelo de Emma, de una vez en que sangró por la nariz durante un paseo; a Rodolphe se le había olvidado. Junto con él, y tropezando con todas las esquinas, estaba la miniatura que ella le había regalado; le pareció que iba arreglada de forma pretenciosa y que aquella mirada de refilón era de un efecto deplorable; luego, a fuerza de mirar fijamente la imagen y de evocar el recuerdo del modelo, los rasgos de Emma se le fueron confundiendo poco a poco en la memoria, como si la cara viva y la cara pintada, al rozarse entre sí, se borraran recíprocamente. Leyó, por fin, algunas de sus cartas; rebosaban de explicaciones relacionadas con el viaje, cortas, técnicas e imperiosas como notas de negocios. Quiso volver a ver las largas, las de hacía tiempo; para dar con ellas en el fondo de la caja, Rodolphe revolvió todas las demás; y, mecánicamente, empezó a hurgar en aquel montón de papeles y de objetos, topándose, todos revueltos, con ramos, una liga, un antifaz negro, horquillas y pelo —¡pelo!—, pelo moreno y rubio; algunas hebras, incluso, enganchadas en la cerradura de la caja, se rompían al abrirla.