La señora Bovary de Gustave Flaubert
Segunda parte.
Capítulo XII
Volvieron a quererse. E incluso a mitad del día Emma con frecuencia le escribía de repente; luego, le hacía una seña a Justin desde detrás de los cristales y éste, quitándose a toda prisa la bata, salía volando rumbo a La Huchette. Rodolphe acudía; ¡y era para decirle que se aburría, que su marido era aborrecible y su existencia espantosa!
—¿Y qué quieres que le haga yo? —exclamó él un día, perdiendo la paciencia.
—¡Ay, si quisieras…!
Emma estaba sentada en el suelo entre las rodillas de Rodolphe, con el pelo suelto y la mirada perdida.
—¿Si quisiera qué? —preguntó Rodolphe.
Ella suspiró.
—Nos iríamos a vivir a otro lugar… a algún sitio…
—¡Estás loca, la verdad! —dijo él, riéndose—. ¿Acaso es posible?
Emma volvió a sacar el tema; Rodolphe hizo como si no entendiese y cambió de conversación.
Lo que no le cabía en la cabeza era todo ese desasosiego en cosa tan sencilla como el amor. Emma tenía un motivo, una razón y algo así como un ayudante para sentir ese apego.
Pues, efectivamente, su cariño iba a más todos los días por la repulsión que sentía por su marido. Cuanto más se entregaba a uno, más abominaba del otro; nunca le parecía Charles más desagradable, con los dedos más cuadrados, con el ingenio más torpe y con los modales más zafios que cuando estaban juntos tras sus citas con Rodolphe. ¡Entonces, mientras se las daba de esposa y de mujer virtuosa, se enardecía al acordarse de aquella cabeza cuyo pelo negro se enroscaba en un bucle sobre la frente tostada, de aquel talle tan robusto y tan elegante a un tiempo, de aquel hombre, en fin, tan experimentado en la sensatez y tan arrebatado en el deseo! Para él se limaba las uñas con artes de orfebre, para él nunca le parecía tener exceso de colcrén en la piel ni exceso de pachulí en los pañuelos. Se echaba encima montones de pulseras, de sortijas y de collares. Cuando él iba a venir, llenaba de rosas los dos jarrones grandes de cristal azul y preparaba su cuarto y se preparaba ella como una cortesana que espera a un príncipe. La criada se pasaba la vida blanqueando la ropa interior; no salía Félicité de la cocina, donde Justin le hacía compañía y la miraba trabajar.
Con el codo apoyado en la larga tabla de planchar, miraba atentamente toda aquella ropa de mujer desperdigada alrededor de él: las enaguas de bombasí, las pañoletas, los cuellos encañonados y los pantalones con cintas, anchos en las caderas y que se iban estrechando.