Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro séptimo

Paréntesis

Cap VIII : Fe, ley.

Unas cuantas palabras más.

Censuramos a la Iglesia cuando se halla saturada de intrigas; despreciamos lo espiritual ávido de ganancias temporales; pero honramos, esté donde esté, al hombre ensimismado.

Nos inclinamos ante quien se arrodilla.

Una fe: eso es lo que el hombre necesita. ¡Desdichado quien no cree en nada!

La persona absorta no está ociosa. Existen la labor visible y la labor invisible.

Contemplar es labrar; pensar es actuar. Los brazos cruzados trabajan; las manos juntas hacen. La mirada alzada al cielo es una obra.

Tales estuvo cuatro años quieto. Fundó la filosofía.

Para nosotros, los cenobitas no son unos ociosos, y los solitarios no son unos vagos.

Pensar en la Oscuridad es una cosa muy seria.

Sin renunciar a nada de cuanto acabamos de decir, creemos que a los vivos les conviene un recuerdo constante de la tumba. En este punto coinciden el sacerdote y el filósofo. Hemos de morir. El prior de la Trapa dialoga con Horacio.

Poner en la vida cierta presencia del sepulcro es ley para el sabio; y es ley para el asceta. En este punto convergen el asceta y el sabio.

Está el crecimiento material; lo queremos. Está también la grandeza moral; no renunciamos a ella.

Las mentes irreflexivas y raudas dicen:

—¿Para qué esas figuras inmóviles por la zona del misterio? ¿De qué sirven? ¿Qué hacen?

En presencia, ¡ay!, de la oscuridad que nos rodea y nos espera, no sabiendo que hará con nosotros la dispersión inmensa, contestamos: No existe quizá obra más sublime que la que llevan a cabo esas almas. Y añadimos: No existe quizá tarea más útil.

No queda más remedio: tienen que existir quienes rezan siempre por quienes no rezan nunca.

Para nosotros, todo reside en cuánto pensamiento se mezcla con la oración.

Leibniz rezando: eso es algo grande; Voltaire adorando: eso es algo hermoso. Deo erexit Voltaire.

Estamos a favor de la religión y en contra de las religiones.

Somos de quienes creen en la miseria de los rezos y en lo sublime de la oración.

Por lo demás, en estos momentos por los que estamos pasando, momentos que, por ventura, no configurarán el siglo XIX, en esta hora en que tantos hombres tienen la cabeza gacha y el alma poco elevada, entre tantos vivos cuya única moral es el goce y sólo prestan atención a las cosas chatas y deformes de la materia, cualquiera que elija el destierro nos parece digno de veneración. El monasterio es una renuncia. El sacrificio, aunque cojee, sigue siendo sacrificio. Tomar un grave error por un deber tiene su grandeza.

Tomado en sí mismo y en una dimensión ideal, y por darle a la verdad todas las vueltas posibles hasta agotar imparcialmente todas las perspectivas, el convento de mujeres sobre todo, porque en nuestra sociedad quien más sufre es la mujer, y en ese exilio del claustro hay protesta, el convento de mujeres tiene cierta majestad.

Esa existencia claustral, tan austera y tan taciturna, algunas de cuyas líneas acabamos de indicar, no es la vida, porque no es la libertad; no es la tumba, porque no es la plenitud; es el extraño lugar desde el que se divisa, como desde la cima de una montaña elevada, a un lado el abismo en que nos hallamos y, al otro, el abismo en que nos hallaremos; es una frontera estrecha y brumosa que separa dos mundos y que ambos iluminan y oscurecen al tiempo, donde el rayo de luz debilitado de la vida se mezcla con el rayo de luz desvaído de la muerte; es la penumbra del sepulcro.