Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Segunda Parte: Cosette
Libro sexto
Le Petit-Picpus
Cap VI : El convento pequeño.
Había en el recinto de Le Petit-Picpus tres construcciones totalmente separadas: el convento grande, donde vivían las monjas, el internado, donde vivían las alumnas, y, por último, lo que llamaban el convento pequeño. Era un edificio con jardín en el que vivían juntas todo tipo de monjas ancianas de diversas órdenes, lo que quedaba de conventos de clausura con que había acabado la Revolución; una reunión abigarrada de hábitos negros, grises y blancos, de todas las comunidades y de todas las variedades posibles; algo que podría llamarse, si fuera posible emparejar esas dos palabras, un convento arlequín.
En tiempos del Imperio concedieron a todas esas pobres mujeres desperdigadas y desorientadas que buscasen refugio bajo las alas de la benedictinas bernardas. El gobierno les pagaba una modesta pensión; las monjas de Le Petit-Picpus las recibieron de mil amores. Era una mescolanza extraña. Cada cual se atenía a su regla. A veces se permitía a las internas, como si fuera un recreo extraordinario, que fueran a verlas, con lo que en aquellas memorias jóvenes se quedó, entre otros, el recuerdo de la madre Sainte-Basile, de la madre Sainte-Scolastique y de la madre Jacob.
Una de aquellas refugiadas estaba casi en su propia casa. Era una monja de Sainte-Aure, la única superviviente de esa orden. El antiguo convento de las monjas de Sainte-Aure ocupaba, desde comienzos del siglo XVIII, ese mismo edificio de Le Petit-Picpus precisamente que fue más delante de las benedictinas de Martín Verga. Aquella santa mujer, demasiado pobre para llevar el espléndido hábito de su orden, que era una túnica blanca con el escapulario escarlata, se lo había puesto fervorosamente a un maniquí pequeño que gustaba de enseñar y que legó al convento al morir. En 1824 no quedaba sino una monja de esa orden; hoy en día sólo queda una muñeca.
Además de esas dignas monjas, algunas ancianas de buena sociedad habían conseguido de la superiora, lo mismo que la señora Albertine, permiso para retirarse al convento pequeño. Estaban entre ellas las señora de Beaufort d’Hautpoul y la señora condesa Dufresne. Hubo otra de la que nunca se supo nada en el convento más que el ruido estruendoso que hacía al sonarse. Las alumnas la llamaban la señora Vacarmini[25].
Allá por 1820 o 1821, la señora de Genlis, que redactaba por aquel entonces una modesta publicación periódica llamada L’Intrépide, solicitó que la admitieran como señora de piso en el convento de Le Petit-Picpus. Traía la recomendación del señor duque de Orleans. Zumbidos en la colmena; a las madres vocales no les llegaba la camisa al cuerpo. La señora de Genlis había escrito novelas. Pero aseguró que quien más aborrecía aquellas novelas era ella; y además había entrado en una etapa de fiera devoción. Dios mediante, y también duque mediante, ingresó. Se fue al cabo de seis u ocho meses alegando que en el jardín no había sombra. Las monjas se quedaron encantadas de la vida. Aunque era viejísima, todavía tocaba el arpa, y muy bien.
Al irse, dejó su huella en la celda. La señora de Genlis era supersticiosa y latinista. Estas dos palabras la definen bastante bien. Hace pocos años, podían verse aún, pegados dentro de un armarito de su celda, donde guardaba el dinero y las joyas, estos cinco versos latinos, escritos de su puño y letra con tinta roja en un papel amarillo, que, en opinión suya, tenían la propiedad de ahuyentar a los ladrones:
Imparibus meritis pendent tria corpora ramis:
Dismas et Gesmas, media est divina potestas;
Alta petit Dismas, infelix, infima, Gesmas.
Nos et res nostras conservet summa potestas.
Hos versus dicas, ne tu furto tua perdas.