Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Segunda Parte: Cosette
Libro sexto
Le Petit-Picpus
Cap IV : Donaires.
No por ello dejaban aquellas muchachas de llenar esa casa adusta de recuerdos encantadores.
Había horas en que la infancia resplandecía en aquella clausura. Tocaban la campana del recreo. Una puerta giraba sobre los goznes. Los pájaros decían: «¡Ah, ya vienen las niñas!». Una irrupción de juventud inundaba aquel jardín que dividía una cruz, como si fuera un sudario. Rostros radiantes, cutis blancos, ojos ingenuos colmados de un resplandor alegre, toda clase de auroras se desperdigaban por aquellas tinieblas. Tras las salmodias, las campanadas, los repiques, los toques de difuntos, los oficios, de pronto estallaba el ruido aquel de niñas, más suave que un ruido de abejas. Se abría la colmena de la alegría y todas traían su miel. Jugaban, se llamaban, se juntaban en grupos o corrían; dientecillos blancos parloteaban en los rincones; los velos vigilaban de lejos las risas; las sombras acechaban los rayos de luz. Pero ¡qué más da! Había rayos de luz y risas. Aquellas cuatro paredes lúgubres tenían su minuto deslumbrador. Presenciaban, levemente teñidas de la blancura del reflejo de tanta alegría, ese dulce revoloteo de enjambres. Era como una lluvia de rosas que cruzase por aquel luto. Las muchachas retozaban ante la mirada de las monjas; la mirada de la impecabilidad no estorba a la inocencia. Gracias a aquellas niñas, entre tantas horas austeras había una hora ingenua. Las más pequeñas brincaban, las mayores bailaban. En aquel claustro, el juego participaba del cielo. Nada tan delicioso y augusto como aquellas almas lozanas y en flor. Homero habría acudido a reír con Perrault, y había en aquel jardín negro juventud, salud, ruido, gritos, atolondramiento, placer y felicidad suficientes para que sonrieran todas las abuelas, las de las epopeyas y las de los cuentos, las de los tronos y las de las cabañas, desde Hécuba hasta la abuela de Caperucita.
Se dijeron en aquella casa, más que en cualquier otra parte quizá, gracias de niños de esas que tienen tanto encanto y nos hacen reír con risa colmada de ensueño. Entre esas cuatro paredes fúnebres exclamó un día una niña de cinco años: ¡Madre! Me acaba de decir una mayor que ya sólo me quedan por estar aquí nueve años y diez meses. ¡Qué bien!
También en esta casa ocurrió este diálogo memorable:
UNA MADRE VOCAL: ¿Por qué llora, hija mía?
LA NIÑA (seis años), sollozando: Le he dicho a Alix que me sabía la lección de Historia de Francia. Y dice que no me la sé. Y sí que me la sé.
ALIX (la mayor, nueve años): No, no se la sabe.
LA MADRE: ¿Por qué dice eso, hija mía?
ALIX: Me ha dicho que abriera el libro por donde quisiera y que le hiciera cualquier pregunta del libro y que contestaría.
—¿Y qué ha pasado?
—Que no ha contestado.
—Vamos a ver, ¿qué le preguntó?
—Abrí el libro por donde quise como me dijo y le hice la primera pregunta que vi.
—¿Y qué pregunta era ésa?
—Era: ¿Y qué sucedió después?
En esta casa se hizo este comentario tan profundo acerca de una cotorra un tanto golosa que era de una señora de piso que vivía en el convento: ¡Qué mona es! ¡Se come lo que hay untado en la rebanada de pan como una persona!