Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Segunda Parte: Cosette
Libro quinto
A escopetas negras, rehala muda
Cap VI : Principio de un enigma.
Jean Valjean estaba en algo así como un jardín muy grande y con una apariencia singular; uno de esos jardines tristes que parecen pensados para mirarlos en invierno y de noche. Aquel jardín era alargado, con un paseo de álamos altos al fondo, unos bosquecillos bastante elevados en las esquinas y un espacio sin sombra en el centro, donde se divisaba un árbol muy grande y aislado y, además, unos cuantos frutales retorcidos y erizados como matorrales espesos, unos cuadros de hortalizas, un melonar cuyas campanas brillaban a la luz de la luna y un pozo negro antiguo. Había acá y allá bancos de piedra que parecían negros de musgo. Los paseos tenían a ambos lados arbustos bajos, oscuros y muy rectos. La hierba cubría la mitad de los paseos, y un moho verde, el resto.
Al lado de Jean Valjean estaba la edificación cuyo tejado había usado para bajar, un montón de haces de leña y, detrás de los haces de leña, pegada a la pared, una estatua de piedra cuyo rostro mutilado no era ya sino una máscara informe que se veía vagamente en la oscuridad.
La edificación era algo así como una ruina donde se divisaban habitaciones desmanteladas, una de las cuales, atestada de objetos, debía de haber servido de almacén.
El edificio principal de la calle de Droit-Mur, que hacía esquina con la calleja de Picpus, tenía dos fachadas en escuadra que daban a ese jardín. Esas fachadas, vistas desde dentro, eran aún más dramáticas que las que daban a la calle. En todas las ventanas había rejas. No se veía luz alguna. En los pisos superiores había extractores como en las cárceles. Una de esas fachadas estaba a la sombra de la otra, que caía sobre el jardín como un paño negro enorme.
No se veían más casas. El fondo del jardín se perdía en la bruma y la oscuridad. No obstante, se intuían de forma confusa paredes que se cortaban entre sí, como si hubiera otros cultivos más allá, y los tejados bajos de la calle de Polonceau.
No podía concebirse nada más arisco y solitario que aquel jardín. No había nadie, cosa que parecía lógica dada la hora; pero no parecía un lugar pensado para que alguien paseara por él, ni siquiera a las doce de la mañana.
De lo primero que se ocupó Jean Valjean fue de buscar los zapatos y volver a calzarse; luego entró en el almacén con Cosette. A quien anda huyendo nunca le parece que está bastante escondido. La niña, que seguía pensando en la Thénardier, compartía aquel instinto de ponerse lo más al resguardo posible.
Cosette temblaba y se arrimaba a Jean Valjean. Se oía el escándalo de la patrulla, que registraba el callejón y la calle, los culatazos contra las piedras, a Javert llamando a los de la pasma a quienes tenía apostados y sus maldiciones, revueltas con palabras que no se entendían.
Al cabo de un cuarto de hora, pareció que aquel rugido de tormenta empezaba a alejarse. Jean Valjean no respiraba.
Le había tapado suavemente a Cosette la boca con la mano.
Por lo demás, aquella soledad donde se hallaba era tan curiosamente serena que el barullo tremendo, tan rabioso y cercano, no parecía alterarla mínimamente. Era como si aquellos muros estuvieran construidos con esas piedras sordas de que hablan las Escrituras.