Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Segunda Parte: Cosette
Libro quinto
A escopetas negras, rehala muda
Cap III : Ver el plano de París de 1727.
Al cabo de trescientos pasos llegó a un punto en que la calle se bifurcaba. Se dividía en dos calles: una torcía a la izquierda, y otra, a la derecha. Jean Valjean tenía delante algo así como las dos ramas de una Y. ¿Por cuál decidirse?
No se lo pensó y tiró a la derecha.
¿Por qué?
Porque el ramal izquierdo iba hacia los arrabales, es decir, hacia sitios habitados, y el ramal derecho hacia el campo, es decir, hacia sitios desiertos.
Pero ya no caminaban deprisa. El paso de Cosette acortaba el paso de Jean Valjean.
Volvió a cogerla en brazos. Cosette apoyaba la cabeza en el hombro del hombre y no decía ni palabra.
Él se volvía a mirar de vez en cuando. Tenía buen cuidado de estar siempre en el lado oscuro de la calle. La calle era recta. Las dos o tres primeras veces en que se volvió, no vio nada; reinaba un profundo silencio; siguió caminando, algo tranquilizado. De repente, en un momento dado, al volverse le pareció ver que, en la parte de la calle por la que acababa de pasar, allá en la oscuridad, se movía algo.
Más que andar se abalanzó hacia adelante, con la esperanza de dar con alguna callejuela lateral, escapar por ella y volver a borrar su rastro.
Llegó a una tapia.
Pero dicha tapia no le impedía seguir adelante; iba bordeando una callejuela transversal en la que desembocaba la calle por la que se había metido Jean Valjean.
También ahora había que tomar una decisión; tirar a la derecha o tirar a la izquierda.
Miró a la derecha. El tramo de callejuela seguía entre edificios que eran cobertizos o pajares y, luego, terminaba en un callejón sin salida. Se veía claramente el fondo: una elevada pared blanca.
Miró a la izquierda. Por aquel lado, la calleja estaba expedita y, al cabo de doscientos pasos más o menos, iba a dar a otra calle de la que era como un afluente. Por esa parte estaba la salvación.
En el preciso instante en que Jean Valjean estaba pensando en girar a la izquierda para intentar llegar a la calle que veía a medias al final de la callejuela, divisó, en la esquina de la callejuela y de esa otra calle hacia la que estaba a punto de encaminarse, algo así como una estatua negra e inmóvil.
Era una persona, un hombre a quien estaba claro que acababan de apostar allí y que, cortando el paso, esperaba.
Jean Valjean retrocedió.
El punto de París en que se encontraba Jean Valjean, sito entre el barrio de Saint-Antoine y La Râpée, es uno de esos que las obras recientes han transformado de arriba abajo, afeándolo según unos y transfigurándolo según otros. Han desaparecido los sembrados, los depósitos y las edificaciones viejas. Ahora hay calles anchas y nuevas, hemiciclos, circos, hipódromos, embarcaderos, ferrocarriles y la prisión de Mazas; el progreso, como puede verse, y su correctivo.
Hace medio siglo, en esa lengua que suele usar el pueblo, basada toda ella en tradiciones, que se obstina en llamar al Instituto de Francia Les Quatre-Nations y a la Ópera Cómica, Feydeau, el sitio concreto al que había llegado Jean Valjean se llamaba Le Petit-Picpus. La Porte de Saint-Jacques, la Porte de Paris, el portillo de Les Sergents, Les Porcherons, La Galiote, Les Célestins, Les Capucins, Le Mail, La Bourbe, L’Arbre-à-Cracovie, La Petite-Pologne, Le Petit-Picpus son los nombres del París antiguo que sobrenadan en el París nuevo. La memoria del pueblo flota en esos pecios del pasado.