Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Segunda Parte: Cosette
Libro quinto
A escopetas negras, rehala muda
Cap II : Hay que congratularse de que por el puente de Austerlitz pasen coches.
A Jean Valjean se le habían acabado las dudas; afortunadamente, a esos hombres aún les duraban las suyas. Aprovechó aquel titubeo; era tiempo que ellos perdían y que ganaba él. Salió del portal donde se había agazapado y siguió por la calle de Les Postes hacia la zona del Jardín Botánico. Cosette empezaba a estar cansada; la cogió en brazos. No pasaba un alma y no habían encendido los faroles porque había luna llena.
Apretó el paso.
En pocas zancadas llegó a la alfarería Goblet, en cuya fachada la luz de la luna permitía leer con gran claridad la antigua inscripción:
Es Goblet hijo un probo comerciante.
Venid, llevaos cántaros y jarros,
tiestos, ladrillos y atanores varios.
De corazón: más duran que diamantes.
Dejó atrás la calle de La Clef, luego la fuente de Saint-Victor, fue siguiendo la tapia del Jardín Botánico por las calles de más abajo y llegó al muelle. Allí, se volvió. El muelle estaba desierto. Las calles estaban desiertas. No llevaba a nadie detrás. Respiró.
Llegó al puente de Austerlitz.
Todavía había que pagar peaje en aquellos años.
Se presentó en la oficina del peajero y le dio cinco céntimos.
—Son diez céntimos —dijo el inválido del puente—. Lleva en brazos a una niña que puede andar. Pague usted por dos.
Pagó, contrariado de que al pasar hubieran tenido que hacerle un comentario. Toda huida debe llevarse a cabo como escurriéndose.
Al tiempo que él, un carro grande, que iba también a la orilla derecha, cruzaba el Sena. Le sacó partido. Pudo cruzar el puente entero a la sombra de ese carro.
Cuando estaba más o menos a mitad del puente, a Cosette se le habían dormido los pies y quiso seguir andando. La dejó en el suelo y volvió a cogerla de la mano.
Tras cruzar el puente, divisó, de frente y un poco a la derecha, unos depósitos al aire libre y se dirigió hacia allí. Para llegar, tenía que aventurarse por un tramo bastante ancho, al descubierto e iluminado. No se lo pensó dos veces. Estaba claro que había despistado a los perseguidores, y Jean Valjean pensaba que estaba fuera de peligro. Lo buscaban, sí; pero no lo seguían.
Una callejuela, la calle de Le Chemin-Vert-Saint-Antoine, se abría entre dos zonas de depósitos que rodeaban unas tapias. Era una calle estrecha y oscura, como pensada ex profeso para él. Antes de internarse en ella miró hacia atrás.