Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Segunda Parte: Cosette
Libro cuarto
El caserón Gorbeau
Cap V : Una moneda de cinco francos que se cae al suelo mete mucho ruido.
Había cerca de Saint-Médard un pobre que se sentaba en el brocal de un pozo comunal condenado y a quien Jean Valjean solía dar limosna. Nunca pasaba delante de ese hombre sin darle unos céntimos. A veces le dirigía la palabra. Quienes le tenían envidia a ese mendigo decían que era de la policía. Se trataba de un ex pertiguero de setenta y cinco años que siempre estaba mascullando oraciones.
Una tarde, a última hora, cuando pasaba por allí Jean Valjean sin Cosette, vio al mendigo en el lugar habitual, debajo del farol que acababan de encender. El hombre, como de costumbre, parecía rezar y estaba hecho un ovillo. Jean Valjean se le acercó y le puso en la mano la limosna habitual. El mendigo alzó de repente la vista, miró fijamente a Jean Valjean y, luego, agachó corriendo la cabeza. Aquel movimiento fue como el fogonazo de un relámpago; Jean Valjean se sobresaltó. Le pareció ver a medias, a la luz del farol, no la cara plácida y beatífica del anciano pertiguero, sino un rostro espantoso y conocido. Le dio la misma impresión que notaría quien se encontrase de pronto en la oscuridad ante un tigre. Retrocedió aterrado y petrificado, sin atreverse ni a respirar, ni a hablar, ni a quedarse ni a salir huyendo, mirando al mendigo, que había bajado la cabeza, cubierta con un andrajo, y parecía no darse cuenta ya de que Jean Valjean estaba allí. En aquel momento extraño, por instinto, quizá el misterioso instinto de la conservación, Jean Valjean no dijo ni palabra. El mendigo tenía la misma estatura, los mismos harapos, la misma apariencia que los demás días. «¡Bah! —dijo Jean Valjean—. ¡Estoy loco! ¡Estoy soñando! ¡Imposible!» Y se volvió a casa, muy alterado.
Apenas si se atrevía a reconocer ante sí mismo que aquella cara que le había parecido ver era la cara de Javert.
Por la noche, dándole vueltas al asunto, lamentó no haberle preguntado algo al hombre para obligarlo a levantar otra vez la cabeza.
Al día siguiente, al caer la noche, volvió por allí. El mendigo seguía en el mismo sitio.
—¿Qué hay, buen hombre? —le dijo resueltamente Jean Valjean, dándole cinco céntimos.
El mendigo alzó la cabeza y contestó con voz lastimera:
—Gracias, mi buen señor.
Era, desde luego, el anciano pertiguero.
Jean Valjean se tranquilizó por completo. Se echó a reír. «¿Cómo demonios pudo parecerme que era Javert? —pensó—. ¿Será que ahora veo visiones?» Y lo echó al olvido.
Pocos días después, podían ser las ocho de la tarde y estaba en su cuarto haciendo deletrear en voz alta a Cosette cuando oyó que se abría y luego se volvía a cerrar la puerta del caserón. Le pareció raro. La vieja, que era la única que vivía en el caserón además de ellos, se acostaba siempre en cuanto se hacía de noche para no gastar en velas. Jean Valjean le hizo una seña a Cosette para que se callara. Oyó que alguien subía las escaleras. Bien pensado, podía ser la vieja, que a lo mejor se había sentido indispuesta y había ido a la botica. Jean Valjean se quedó escuchando. Eran pasos recios y sonaban como los pasos de un hombre; pero la vieja usaba zapatones, y no hay nada que se parezca más a los pasos de un hombre que los pasos de una mujer vieja. Sin embargo, Jean Valjean apagó la vela de un soplo.
Mandó a Cosette a la cama, diciéndole en voz baja:
—Acuéstate sin hacer ruido.