Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Segunda Parte: Cosette
Libro cuarto
El caserón Gorbeau
Cap IV : Las observaciones de la inquilina principal.
Jean Valjean tenía la prudencia de no salir nunca de día. Todas las tardes, cuando llegaba el crepúsculo, daba un paseo de una hora o dos, a veces solo y frecuentemente con Cosette, buscando los paseos laterales de los bulevares más solitarios y entrando en las iglesias a la caída de la tarde. Le gustaba ir a Saint-Médard, que es la iglesia más cercana. Cuando no se llevaba a Cosette, ésta se quedaba con la anciana, pero la alegría de la niña era salir con el hombre. Prefería incluso estar una hora con él que los ratos deliciosos que pasaba a solas con Catherine. Él andaba, llevándola de la mano y diciéndole cosas cariñosas.
Resultó que Cosette era una niña muy alegre.
La vieja hacía la limpieza y guisaba e iba a la compra.
Vivían sobriamente, sin prescindir de un poco de fuego, pero como personas con muchos apuros. Jean Valjean no había cambiado ninguno de los muebles del primer día; nada más había mandado poner una puerta maciza en el gabinete de Cosette en vez de la puerta acristalada.
Seguía usando la levita amarilla, el calzón negro y el sombrero viejo. En la calle, lo tomaban por un pobre. A veces algunas buenas mujeres se volvían y le daban cinco céntimos. Jean Valjean cogía los cinco céntimos y hacía una profunda inclinación. Otras veces ocurría que se cruzaba con algún pobre miserable que pedía limosna; entonces miraba hacia atrás, por si lo estaba viendo alguien, se acercaba furtivamente al desdichado y le ponía en la mano una moneda, una moneda de plata en muchas ocasiones, y se alejaba deprisa. Aquello tenía sus inconvenientes. Estaban empezando a llamarlo en el barrio el mendigo que da limosna.
La anciana inquilina principal, una persona malhumorada rebosante de atención envidiosa por el prójimo, se fijaba mucho en Jean Valjean sin que él lo sospechara. Estaba un poco sorda, lo que la hacía charlatana. Le quedaban, de tiempos pasados, dos dientes, uno arriba y otro abajo, y los chocaba siempre entre sí. Le había hecho preguntas a Cosette, que, como no sabía nada, no había podido decir nada, sólo que venía de Montfermeil. Una mañana, la acechadora aquella vio a Jean Valjean entrar, con una expresión que a la buena mujer le pareció peculiar, en una de las habitaciones vacías del caserón. Lo siguió con pisadas de gata vieja y pudo ver sin ser vista por la rendija de la puerta, que estaba encajada, pero no cerrada. Jean Valjean, para tomar más precauciones seguramente, estaba de espaldas a dicha puerta. La vieja vio que rebuscaba en el bolsillo y sacaba un neceser, tijeras e hilo; empezó luego a descoser el dobladillo de uno de los faldones de la levita y sacó de la abertura un trozo de papel amarillento que desdobló. La vieja, espantada, cayó en la cuenta de que se trataba de un billete de mil francos. Era el segundo o el tercero que veía desde que había venido al mundo. Escapó, muy asustada.
Un ratito después, Jean Valjean se le acercó y le rogó que fuera a cambiarle el billete de mil francos, añadiendo que era el semestre de sus rentas que había cobrado la víspera.
«¿Dónde? —pensó la vieja—. No ha salido hasta las seis de la tarde, y seguro que a esa hora la caja del gobierno no está abierta.»
La vieja fue a cambiar el billete e hizo sus conjeturas personales. Aquel billete de mil francos, comentado y multiplicado, dio pie a muchísimas conversaciones de las comadres estupefactas de la calle de Les Vignes-Saint-Marcel.