Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Segunda Parte: Cosette
Libro tercero
Queda cumplida la promesa hecha a la muerta
Cap III : Los hombres necesitan vino y los caballos, agua.
Habían llegado otros cuatro viajeros.
Cosette reflexionaba tristemente; porque, aunque sólo tuviera ocho años, había padecido tanto ya que se quedaba pensativa con la expresión lúgubre de una anciana.
Tenía un ojo negro, porque la Thénardier le había dado un puñetazo; con lo cual, la Thénardier decía de cuando en cuando: «Lo fea que está con ese ojo pocho».
Así que Cosette estaba pensando que era de noche, muy de noche, que había sido menester llenar de improviso el jarro del lavabo y la jarra de la mesilla en las habitaciones de los viajeros recién llegados y que ya no quedaba agua en la fuente de la cocina.
Lo que la tranquilizaba un poco era que en casa de los Thénardier no se bebía mucha agua. No es que faltasen allí personas sedientas; pero tenían ese tipo de sed que tiene que ver más con la jarra de vino que con la de agua. Aquellos hombres habrían tomado por un salvaje a quien pidiera un vaso de agua entre aquellos vasos de vino. Hubo un momento, no obstante, en que la niña se estremeció; la Thénardier alzó la tapa de una cazuela que hervía en el fogón, cogió luego un vaso y se fue con presteza hacia la fuente. Abrió el grifo; la niña había levantado la cabeza y estaba pendiente de todos sus movimientos. «¡Anda! ¡Si ya no queda agua!», dijo la Thénardier. Luego se quedó callada un rato. La niña no respiraba.
—¡Bah! —añadió la Thénardier, mirando el vaso a medio llenar—. Tendré bastante con esto.
Cosette volvió a su labor, pero estuvo más de un cuarto de hora notando cómo le daba brincos el corazón en el pecho, igual que un copo grande.
Contaba los minutos que iban pasando, y le habría gustado mucho que fuera ya la mañana siguiente.
De vez en cuando, alguno de los bebedores miraba la calle y exclamaba: «¡Está más oscuro que la boca de un horno!». O: «¡Habría que ser gato para salir a estas horas sin un farol!». Y Cosette se sobresaltaba.
De pronto, uno de los buhoneros que paraban en la posada entró y dijo con voz dura:
—No le han dado de beber a mi caballo.
—Claro que sí —dijo la Thénardier.
—Le digo que no, comadre —contestó el vendedor.
Cosette había salido de debajo de la mesa.
—¡Que sí, señor, que sí! —dijo—. El caballo ha bebido. Bebió del cubo. Si hasta se bebió el cubo entero. Le llevé de beber yo, y le hablé.
No era cierto. Cosette mentía.
—Mira ésta, abulta lo que un comino y dice mentiras como una casa —exclamó el vendedor—. ¡Te digo que no ha bebido, bribonzuela! Sabré yo cómo resopla cuando no ha bebido.
Cosette no se desdijo y añadió, con voz ronca de angustia, que apenas se oía:
—¡Y muy bien que bebió!
—Vamos a dejarnos de tonterías —dijo el vendedor, enfadado—. ¡Que le den de beber a mi caballo y acabemos con esto!
Cosette se volvió a meter debajo de la mesa.
—Pues es verdad —dijo la Thénardier—. Si el animal no ha bebido, tendrá que beber.
Luego, mirando alrededor:
—¿Dónde se ha metido ésta ahora?
Se agachó y descubrió a Cosette acurrucada en la otra punta de la mesa, casi entre los pies de los bebedores.
—¿Vienes o no? —gritó la Thénardier.
Cosette salió de aquella especie de agujero donde se había escondido. La Thénardier siguió diciendo:
—Tú, chucho-sin-nombre, ve a dar de beber a ese caballo.
—Pero, señora —dijo Cosette muy bajito—, es que no queda agua.
La Thénardier abrió de par en par la puerta de la calle.
—¡Bueno, pues ve a buscarla!
Cosette agachó la cabeza y fue a buscar un cubo vacío que estaba junto a la chimenea.
El cubo aquel era más grande que ella y la niña podría haberse sentado dentro y caber de sobra.