Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro primero

Waterloo

Cap X : La meseta de Mont-Saint-Jean.

Al mismo tiempo que aparecía el barranco, salió a la luz la batería.

Sesenta cañones y los trece cuadros fulminaron a los coraceros a quemarropa. El intrépido general Delord le hizo el saludo militar a la batería inglesa.

Toda la artillería volante inglesa había regresado al galope a los cuadros. A los coraceros no les dio tiempo ni a hacer una pausa. El desastre del camino encajonado los había diezmado, pero no desanimado. Eran de esa clase de hombres que cuando menguan en número crecen en valor.

Sólo la columna Wathier había padecido el desastre; la columna Delord, a la que Ney había hecho desviarse a la izquierda, como si presintiera el escollo, había llegado entera.

Los coraceros se arrojaron sobre los cuadros ingleses.

Como una exhalación, a rienda suelta, con el sable entre los dientes y empuñando las pistolas, así fue el ataque.

Hay momentos en las batallas en que el alma endurece al hombre hasta convertir al soldado en estatua y en que toda carne se vuelve granito. Los batallones ingleses, ante aquel asalto ciego, no se movieron.

Lo que pasó entonces fue espantoso.

Atacaron a la vez todas las caras de los cuadros ingleses. Los envolvió un movimiento giratorio frenético. Aquella gélida infantería siguió impasible. La primera fila, rodilla en tierra, recibía a los coraceros con las bayonetas; la segunda fila los tiroteaba; detrás de la segunda fila los artilleros cargaban las piezas, la parte frontal del cuadro se abría, dejaba pasar una erupción de metralla y se volvía a cerrar. Los coraceros respondían aplastándolos. Sus caballos enormes se encabritaban, franqueaban las filas, saltaban por encima de las bayonetas y caían, gigantescos, entre aquellas cuatro paredes vivas. Las balas de cañón abrían claros en los coraceros. Los coraceros abrían brechas en los cuadros. Desaparecían filas de hombres, triturados bajo los caballos. Las bayonetas se hundían en los vientres de aquellos centauros. Y el resultado era una deformidad de las heridas que quizá no se vio nunca en parte alguna. Los cuadros, que carcomía aquella caballería frenética, menguaban sin inmutarse. Con reservas inagotables de metralla, estallaban entre los asaltantes. El aspecto de aquel combate era monstruoso. Aquellos cuadros no eran ya batallones, eran cráteres; aquellos coraceros no eran ya una caballería, eran una tormenta. Cada cuadro era un volcán al que atacaba una nube; la lava luchaba contra el rayo.

Los primeros encontronazos aniquilaron casi por completo el cuadro que estaba más a la derecha, el más expuesto porque estaba desguarnecido. Lo componía el 75.º regimiento de highlanders. El gaitero que estaba en el centro, mientras los demás se exterminaban en torno, bajando al suelo con hondo ensimismamiento la mirada melancólica colmada del reflejo de los bosques y los lagos, sentado en un tambor, con la gaita escocesa bajo del brazo, interpretaba tonadas de las montañas. Aquellos escoceses morían pensando en el monte Lothian de la misma forma que los griegos recordando Argos. El sable de un coracero, al cortar la gaita y el brazo que la sujetaba, acabó con el canto al matar al cantor.