Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Segunda Parte: Cosette
Libro primero
Waterloo
Cap VIII : El emperador hace una pregunta al guía Lacoste.
Así que aquella mañana el emperador estaba contento.
Hacía bien; el plan de batalla que había concebido, como ya hemos podido verlo, era, efectivamente, admirable.
Ya entablada la batalla, sus peripecias, muy diversas; la resistencia de Hougomont; la tenacidad de La Haie-Sainte; Bauduin, muerto; Foy, fuera de combate; el muro inesperado contra el que se estrelló la brigada Soye; el despiste fatídico de Guilleminot, que no tenía ni petardos ni sacos de pólvora; las baterías hundidas en el barro; las quince piezas sin escolta que arrojó Uxbridge por un camino encajonado; el escaso efecto de las bombas al caer en las líneas inglesas y hundirse en el suelo empapado de lluvia sin conseguir sino volcanes de barro, de forma tal que la metralla no era sino salpicaduras; la inutilidad de la maniobra de Piré en Braine-l’Alleud; toda aquella caballería, quince escuadrones, casi anulada; el ala derecha inglesa mal hostigada; el ala izquierda mal abordada; el extraño malentendido de Ney, que concentró, en vez de escalonarlas, las cuatro divisiones del primer cuerpo, veintisiete filas de ancho por frentes de doscientos hombres expuestos así a la metralla; el espantoso boquete de las balas de cañón en aquellas masas; las columnas de ataque desunidas; la repentina aparición por el flanco, desembocada, de la batería lateral; Bourgeois, Donzelot y Durutte en situación comprometida; Quiot repelido; el teniente Vieux, ese hércules que venía de la Escuela Politécnica, herido en el momento en que derribaba a hachazos la puerta de La Haie-Sainte mientras la barricada inglesa que cortaba el recodo de la carretera de Genappe a Bruselas disparaba desde más arriba; la división Marcognet, atrapada entre la infantería y la caballería, a la que tiroteaban a quemarropa Best y Pack en los trigales y atacaba con arma blanca Ponsonby; su batería de siete piezas, clavada; el príncipe de Sajonia-Weymar apoderándose de la bandera del 105.º regimiento y de la bandera del 45.º y conservándolas, pese al conde de Erlon, Frischemont y Smohain; aquel húsar negro prusiano que detuvieron los batidores de la columna volante de trescientos cazadores que iban a la descubierta entre Wavre y Plancenoit y las cosas intranquilizadoras que contó aquel prisionero; el retraso de Grouchy; los mil quinientos hombres muertos en menos de una hora en el huerto de frutales de Hougomont; los mil ochocientos hombres abatidos en menos tiempo aún alrededor de La Haie-Sainte, todos esos incidentes tormentosos, que pasaron como las nubes de la batalla por delante de Napoleón, apenas si le turbaron la mirada y no ensombrecieron aquel rostro imperial de la certidumbre. Napoleón estaba acostumbrado a mirar con fijeza la guerra; no hacía nunca, cantidad a cantidad, la suma dolorosa de los detalles; las cantidades le importaban poco con tal de que arrojasen el siguiente total: la victoria; no lo alarmaba que los principios se descarriasen porque se creía amo y dueño del final; sabía esperar, pues daba por hecho que él no estaba en juego, y trataba al destino de igual a igual. Era como si le dijera a la suerte: no te atreverás.
Luz a medias y sombra a medias, Napoleón se sentía protegido en el bien y tolerado en el mal. Podía contar, o creía que podía contar, con una avenencia con los acontecimientos, con una complicidad de éstos, podríamos decir casi, que equivalía a la invulnerabilidad que se daba en la Antigüedad.