La señora Bovary de Gustave Flaubert
Segunda parte.
Capítulo VIII
¡Y, efectivamente, llegó la famosa feria! Ya desde por la mañana del día solemne, todos los vecinos comentaban los preparativos en el umbral de las puertas; habían adornado con guirnaldas de hiedra el frontón del ayuntamiento; habían montado en un prado un entoldado para el banquete y, en el centro de la plaza, delante de la iglesia, algo parecido a una bombarda debía acompañar la llegada del señor prefecto y el nombre de los agricultores que recibieran premios. La guardia nacional de Buchy (no había guardia nacional en Yonville) había acudido para sumarse al cuerpo de bomberos, cuyo capitán era Binet. Llevaba ese día un cuello más alto aún de lo que solía; y, ceñido en la guerrera, tenía el busto tan tieso y quieto que toda la dimensión vital de su persona parecía haberse bajado a las dos piernas, que alzaba cadenciosamente, marcando el paso con movimiento uniforme. Como pervivía una rivalidad entre el recaudador y el coronel, los dos, cada cual por su lado y para exhibir su talento, hacían maniobrar a sus hombres. Se veían pasar una y otra vez las charreteras rojas y los plastrones negros. ¡Era el cuento de nunca acabar! ¡Nunca se había visto un boato tal! A varias casas burguesas les habían lavado la cara la víspera; colgaban de las ventanas a medio abrir banderas tricolores; todas las tabernas estaban llenas; y, como hacía muy bueno, los gorros almidonados, las cruces de oro y las pañoletas de color parecían más blancos que la nieve, relucían a la clara luz del sol y animaban con aquella siembra abigarrada la monotonía oscura de las levitas y los blusones azules. Las granjeras de los alrededores se quitaban, al apearse de los caballos, el alfiler recio que les ceñía al cuerpo el vestido recogido por temor a que se ensuciara; y los maridos, en cambio, para tener cuidado con los sombreros, no les quitaban los pañuelos que les habían puesto por encima, uno de cuyos picos sujetaban entre los dientes.
Afluía la muchedumbre a la calle mayor por los dos extremos del pueblo. Desembocaba desde las callejuelas, los paseos y las casas y, de vez en cuando, se oía repicar el llamador de las puertas tras las señoras de la burguesía que, con guantes de perlé, salían para ir a ver la fiesta. Lo más admirado eran dos soportes triangulares, altos y cubiertos de farolillos, a ambos lados de un estrado donde se iban a colocar las autoridades; y había, además, contra las cuatro columnas del ayuntamiento, algo así como cuatro varas, todas ellas con sendos gallardetes de tela verdosa ornado con inscripciones en letras de oro. En uno se leía: «Al Comercio»; en otro: «A la Agricultura»; en el tercero: «A la Industria»; y en el cuarto: «A las Bellas Artes».
Pero el júbilo que florecía en todos los rostros parecía poner de malhumor a la señora Lefrançois, la hospedera. De pie en las escaleras de la cocina, mascullaba para su capote: