La señora Bovary de Gustave Flaubert
Segunda parte
Capítulo IV
En cuanto llegaron los primeros fríos, Emma dejó su dormitorio para acomodarse en la sala, una habitación alargada de techo bajo donde había, encima de la chimenea, un polipero exuberante que estaba pegado al espejo. Sentada en el sillón, junto a la ventana, veía pasar por la acera a los vecinos del pueblo.
Léon iba dos veces al día de la notaría a El León de Oro. Emma lo oía llegar desde lejos; se inclinaba, aguzando el oído; y el joven pasaba rozando la ventana, por detrás del visillo, vestido siempre igual y sin volver la cabeza. Pero, en el crepúsculo, cuando, con la barbilla apoyada en la mano izquierda, había dejado caer sobre las rodillas el cañamazo con el bordado empezado, se sobresaltaba con frecuencia al aparecer aquella sombra que pasaba de repente, resbalando. Se ponía de pie y mandaba que pusieran la mesa.
El señor Homais llegaba durante la cena. Con el gorro griego en la mano, entraba con paso silencioso para no molestar a nadie y repetía siempre la misma frase: «¡Buenas noches tengan todos!». Luego, tras acomodarse en su sitio, entre marido y mujer, preguntaba al médico por sus enfermos y él lo consultaba sobre probables honorarios. A continuación, charlaban de lo que decía el periódico. Homais a aquellas horas se lo sabía casi de memoria; y lo repetía íntegramente, con las reflexiones del periodista y todas las historias de las catástrofes individuales que habían sucedido en Francia o en el extranjero. Pero, como el tema se agotaba, no tardaba en hacer algunos comentarios acerca de los platos que estaba viendo. A veces, incorporándose a medias, le indicaba con delicadeza a la señora el trozo más tierno, o, volviéndose hacia la criada, le daba consejos sobre la manipulación de los estofados y la higiene de los condimentos; hablaba del aroma, del osmazomo, de los jugos y de la gelatina de forma tal que resultaba fascinante. Por lo demás, Homais tenía más recetas en la cabeza que botes en la botica, destacaba en la elaboración de gran variedad de mermeladas, vinagres y licores dulces y estaba también al tanto de todos los inventos recientes de calefactores económicos, junto con el arte de conservar los quesos y de cuidar los vinos enfermos.
A las ocho, venía a buscarlo Justin para cerrar la botica. El señor Homais lo miraba entonces con ojos socarrones, sobre todo si estaba presente Félicité, pues se había percatado de que su discípulo le tenía afición a la casa del médico.
—¡Este muchacho empieza a pensar en ciertas cosas y me parece, y si no que el diablo me lleve, que está enamorado de su criada!
Pero un defecto más grave, y que le reprochaba, era que Justin escuchase continuamente las conversaciones. Los domingos, por ejemplo, no había quien lo sacara del salón, donde la señora Homais le había pedido que fuera para llevarse a los niños, que se quedaban dormidos en los sillones, arrugando con la espalda las fundas de calicó, excesivamente anchas.