VERDADERA HISTORIA DE LOS SUCESOS DE LA CONQUISTA DE LA NUEVA ESPAÑA, POR EL CAPITÁN BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO, UNO DE SUS CONQUISTADORES.
CAPÍTULO CXXVII. Desque fue muerto el gran Montezuma, acordo Cortés de hacello saber a sus capitanes y principales que nos daban guerra, y lo que más sobre ello pasó.
Pues como vimos a Montezuma que se había muerto, ya he dicho la tristeza que todos nosotros hubimos por ello, y aun al fraile de la Merced, que siempre estaba con él, y no le pudo atraer a que se volviese cristiano; y el fraile le dijo que creyese que de aquellas heridas moriría, a que él respondía que él debía de mandar que le pusiesen alguna cosa. En fin de más razones, mandó Cortés a un papa e a un principal de los que estaban presos, que soltamos para que fuesen a decir al cacique que alzaron por señor, que se decía Coadlauaca, y a sus capitanes, cómo el gran Montezuma era muerto, y que ellos lo vieron morir, y de la manera que murió, y heridas que le dieron los suyos, y dijesen cómo a todos nos pesaba dello, y que lo enterrasen como gran rey que era, y que alzasen a su primo del Montezuma que con nosotros estaba, por rey, pues le pertenecía de heredar, o a otros sus hijos; e que al que habían alzado por señor que no le venía de derecho, e que tratasen paces para salirnos de Méjico; que si no lo hacían ahora que era muerto Montezuma, a quien teníamos respeto, y que por su causa no les destruíamos su ciudad, que saldríamos a dalles guerra y a quemalles todas las casas, y les haríamos mucho mal; y porque lo viesen cómo era muerto el Montezuma, mandó a seis mejicanos muy principales y los más papas que teníamos presos que lo sacasen a cuestas y lo entregasen a los capitanes mejicanos, y les dijesen lo que Montezuma mandó al tiempo que se quería morir, que aquellos que llevaron a cuestas se hallaron presentes a su muerte; y dijeron al Coadlauaca toda la verdad, cómo ellos propios le mataron de tres pedradas y un flechazo; y cuando así le vieron muerto, vimos que hicieron muy gran llanto, que bien oímos las gritas y aullidos que por él daban.
Y aun con todo esto no cesó la gran batería que siempre nos daban, que era sobre nosotros de vara y piedra y flecha, y luego la comenzaron muy mayor, y con gran braveza nos decían: «Ahora pagaréis muy de verdad la muerte de nuestro rey y el deshonor de nuestros ídolos; y las paces que nos enviáis a pedir, salid acá, y concertarémos cómo y de qué manera han de ser»; y decían tantas palabras sobre ello, y de otras cosas que ya no se me acuerda, y las dejaré aquí de decir, y que ya tenían elegido buen rey, y que no era de corazón tan flaco, que le podáis engañar con palabras falsas, como fue al buen Montezuma; y del enterramiento, que no tuviesen cuidado, sino de nuestras vidas, que en dos días no quedarían ningunos de nosotros, para que tales cosas enviemos a decir; y con estas pláticas muy grandes gritas y silbos, y rociadas de piedra, vara y flecha, y otros muchos escuadrones todavía procurando de poner fuego a muchas partes de nuestros aposentos.