Divina comedia
Libro de Dante Alighieri
CANTO DUODECIMO
EL sitio por donde empezamos a bajar era un paraje alpestre y, a causa del que allí se hallaba, todas las miradas se apartarían de él con horror. Como aquellas ruinas, cuyo flanco azota el río Adigio, más acá de Trento, producidas por un terremoto o por falta de base, que desde la cima del monte de donde cayeron hasta la llanura, presentan la roca tan hendida, que ningún paso hallaría el que estuviese sobre ellas, así era la bajada de aquel precipicio; y en el borde de la entreabierta sima estaba tendido el monstruo, oprobio de Creta, que fué concebido por una falsa vaca. Cuando nos vió, se mordió a sí mismo, como aquel a quien abrasa la ira. Gritóle entonces mi Sabio:
—¿Por ventura crees que esté aquí el rey de Atenas, que allá arriba, en el mundo, te dió la muerte? Aléjate, monstruo; que éste no viene amaestrado por tu hermana, sino con el objeto de contemplar vuestras penas.
Como el toro que rompe las ligaduras en el momento de recibir el golpe mortal, que huír no puede, pero salta de un lado a otro, lo mismo hizo el Minotauro; y mi prudente Maestro me gritó:
—Corre hacia el borde; mientras esté furioso, bueno es que desciendas.
Nos encaminamos por aquel derrumbamiento de piedras, que oscilaban por primera vez bajo el peso de mi cuerpo. Iba yo pensativo; por lo cual me dijo:
—Acaso piensas en estas ruinas, defendidas por aquella ira bestial, que he disipado. Quiero, pues, que sepas que la otra vez que bajé al profundo Infierno aun no se habían desprendido estas piedras; pero un poco antes (si no estoy equivocado) de que viniese aquél que arrebató a Dite la gran presa del primer círculo, retembló el impuro valle tan profundamente por todos sus ámbitos, que creí ver al universo sintiendo aquel amor, por el cual otros creyeron que el mundo ha vuelto más de una vez a sumirse en el caos; y entonces fué cuando esa antigua roca se destrozó por tan diversas partes. Pero fija tus miradas en el valle; pues ya estamos cerca del río de sangre, en el cual hierve todo el que por medio de la violencia ha hecho daño a los demás.
¡Oh ciegos deseos! ¡Oh ira desatentada, que nos aguijonea de tal modo en nuestra corta vida, y así nos sumerge en sangre hirviente por toda una eternidad! Vi un ancho foso en forma circular, como la montaña que rodea toda la llanura, según me había dicho mi Guía, y entre el pie de la roca y este foso corrían en fila muchos centauros armados de saetas, del mismo modo que solían ir a cazar por el mundo. Al vernos descender, se detuvieron, y tres de ellos se separaron de la banda, preparando sus arcos y escogiendo antes sus flechas. Uno de ellos gritó desde lejos:
—¿Qué tormento os está reservado a vosotros los que bajáis por esa cuesta? Decidlo desde donde estáis, porque si no, disparo mi arco.
Mi Maestro respondió:
—Contestaremos a Quirón, cuando estemos cerca. Tus deseos fueron siempre por desgracia muy impetuosos.
Después me tocó y me dijo:
—Ese es Neso, el que murió por la hermosa Deyanira, y vengó por sí mismo su muerte; el de enmedio, que inclina la cabeza sobre el pecho, es el gran Quirón, que educó a Aquiles; el otro es el irascible Foló. Alrededor del foso van a millares, atravesando con sus flechas a toda alma que sale de la sangre más de lo que le permiten sus culpas.
Nos fuimos aproximando a aquellos ágiles monstruos: Quirón cogió una flecha, y con el regatón apartó las barbas hacia detrás de sus quijadas. Cuando se descubrió la enorme boca, dijo a sus compañeros: