Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo IX
D’Artagnan se perfila
Como habían previsto Athos y Porthos, al cabo de una media hora D’Artagnan regresó. También esta vez había perdido a su hombre, que había desaparecido como por encanto. D’Artagnan había corrido, espada en mano, por todas las calles de alrededor, pero no había encontrado nada que se pareciese a aquel a quien buscaba; luego, por fin, había vuelto a aquello por lo que habría debido empezar quizá, y que era llamar a la puerta contra la que el desconocido se había apoyado; pero fue inútil que hubiera hecho sonar diez o doce veces seguidas la aldaba, nadie había respondido, y los vecinos que, atraídos por el ruido, habían acudido al umbral de su puerta o habían puesto las narices en sus ventanas, le habían asegurado que aquella casa, cuyos vanos por otra parte estaban cerrados, estaba desde hace seis meses completamente deshabitada.
Mientras D’Artagnan corría por calles y llamaba a las puertas, Aramis se había reunido con sus dos compañeros, de suerte que, al volver a su casa, D’Artagnan encontró la reunión al completo.
—¿Y bien? —dijeron a una los tres mosqueteros al ver entrar a D’Artagnan con el sudor en la frente y el rostro alterado por la cólera.
—¡Y bien! —exclamó éste arrojando la espada sobre la cama—. Ese hombre tiene que ser el diablo en persona; ha desaparecido como un fantasma, como una sombra, como un espectro.
—¿Creéis en las apariciones? —le preguntó Athos a Porthos.
—Yo no creo más que en lo que he visto, y como nunca he visto apariciones, no creo en ellas.
—La Biblia —dijo Aramis— hace ley el creer en ellas; la sombra de Samuel se apareció a Saúl[73] y es un artículo de fe que me molestaría ver puesto en duda, Porthos.
—En cualquier caso, hombre o diablo, cuerpo o sombra, ilusión o realidad, ese hombre ha nacido para mi condenación, porque su fuga nos hace fallar un asunto soberbio, señores, un asunto en el que había cien pistolas y quizá más para ganar.
—¿Cómo? —dijeron a la vez Porthos y Aramis.
En cuanto a Athos, fiel a su sistema de mutismo, se contentó con interrogar a D’Artagnan con la mirada.
—Planchet —dijo D’Artagnan a su criado, que pasaba en aquel momento la cabeza por la puerta entreabierta para tratar de sorprender algunas migajas de la conversación—, bajad a casa de mi casero, el señor Bonacieux, y decidle que nos envíe media docena de botellas de vino de Beaugency: es el que prefiero.
—¡Vaya! ¿Es que tenéis crédito con vuestro casero? —preguntó Porthos.
—Sí —respondió D’Artagnan—, desde hoy. Y estad tranquilos, que, si su vino es malo, le enviaremos a buscar otro.
—Hay que usar y no abusar —dijo silenciosamente Aramis.
—Siempre he dicho que D’Artagnan era la cabeza fuerte de nosotros cuatro —dijo Athos, quien, después de haber emitido esta opinión, a la que D’Artagnan respondió con un saludo, cayó al punto en su silencio acostumbrado.
—Pero, en fin, veamos, ¿qué pasa? —preguntó Porthos.
—Sí —dijo Aramis——, confiádnoslo, mi querido amigo, a no ser que el honor de alguna dama se halle interesado por esa confidencia, en cuyo caso haríais mejor guardándola para vos.
—Tranquilizaos —respondió D’Artagnan—, ningún honor tendrá que quejarse de lo que tengo que deciros.