RUDAMENTE, PULIDAMENTE, MAÑOSAMENTE
Crónica de la época del virrey Amat
I
En que el lector hace conocimiento con una hembra del coco, de Rechupete y Tilín
Leonorcica Michel era lo que hoy llamaríamos una limeña de rompe y rasga, lo que en los tiempos del virrey Amat se conocía por una mocita del tecum y de las que se amarran la liga encima de la rodilla. Veintisiete años con más mundo que el que descubrió Colón, color sonrosado, ojos de más preguntas y respuestas que el catecismo, nariz de escribano por lo picaresca, labios retozones, y una tabla de pecho como para asirse de ella un náufrago, tal era en compendio la muchacha. Añádase a estas perfecciones brevísimo pie, torneada pantorrilla, cintura estrecha, aire de taco y sandunguero, de esos que hacen estremecer hasta a los muertos del campo santo. La moza, en fin, no era boccato di cardinale, sino boccato de concilio ecuménico.
Paréceme que con el retrato basta y sobra para esperar mucho de esa pieza de tela emplástica, que
era como el canario
que va y se baña,
y luego se sacude
con arte y maña.
Leonorcica, para colmo de venturanza, era casada con un honradísimo pulpero español, más bruto que el que asó la manteca, y a la vez más manso que todos los carneros juntos de la cristiandad y morería. El pobrete no sabía otra cosa que aguar el vino, vender gato por liebre y ganar en su comercio muy buenos cuartos, que su bellaca mujer se encargaba de gastar bonitamente en cintajos y faralares, no para más encariñar a su cónyuge, sino para engatusar a los oficiales de los regimientos del rey. A la chica, que de suyo era tornadiza, la había agarrado el diablo por la, milicia y… ¡échele usted un galgo a su honestidad! Con razón decía uno:—Algo tendrá, el matrimonio, cuando necesita bendición de cura.
El pazguato del marido, siempre que la sorprendía en gatuperios y juegos nada limpios con los militares, en vez de coger una tranca y derrengarla, se conformaba con decir:
—Mira, mujer, que no me gustan militronchos en casa y que un día me pican las pulgas y hago una que sea sonada.
—Pues mira, ¡arrastrado!, no tienes más que empezar—contestaba la mozuela, puesta en jarras y mirando entre ceja y ceja a su víctima.
Cuentan que una vez fué el pulpero a querellarse ante el provisor y a solicitar divorcio, alegando que su conjunta lo trataba mal.