La señora Bovary de Gustave Flaubert
Primera parte.
Capítulo IV
Los convidados llegaron temprano en carruajes, tartanas, charabanes de dos ruedas, cabriolés viejos sin capota, ómnibus abiertos con cortinillas de cuero; y los mozos de los pueblos más próximos, en carretas, en las que iban de pie y en fila, agarrándose a los adrales para no caerse, porque iban al trote y con muchas sacudidas. Vino gente desde diez leguas a la redonda, de Goderville, de Normanville y de Cany. Estaban invitados todos los parientes de ambas familias, se habían reconciliado con las amistades con quienes estaban reñidos, habían escrito a conocidos a quienes llevaban mucho sin ver.
De vez en cuando, se oían latigazos detrás del seto; no tardaba la cerca en abrirse: era que entraba una tartana. Llegaba al galope hasta el primer peldaño de la escalera de la fachada, se paraba en seco y soltaba la carga, que bajaba por ambos lados, frotándose las rodillas y desperezándose. Las señoras llevaban gorros, vestidos con hechuras de la capital, leontinas de oro, esclavinas con las puntas cruzadas en la cintura o pañoletas de colores sujetas en la espalda con un alfiler y que les dejaban el cuello al aire por detrás. Los chiquillos, vestidos como sus papás, parecían incómodos con los trajes nuevos (muchos de ellos incluso estrenaban ese día el primer par de botas de su existencia); y, junto a ellos, sin decir ni pío, con el vestido blanco de la primera comunión al que le habían sacado el dobladillo para aquella circunstancia, alguna niña que otra, ya crecida, de catorce o de dieciséis años, la prima o la hermana mayor, colorada, pasmada, con el pelo grasiento de pomada de rosas y con mucho miedo a ensuciarse los guantes. Como no había bastantes mozos de cuadra para desenganchar todos los carruajes, los señores se remangaban y ponían manos a la obra. Según su posición social, había fracs de faldones largos o cortos, levitas, chaquetas: ropa de calidad, que contaba con la consideración de toda la familia y no salía del armario sino para las solemnidades; levitas de faldones muy grandes que flotaban al viento, cuellos cilíndricos y bolsillos que parecían sacos; chaquetas de paño grueso, que solían ir en compañía de gorras de visera con ribetes de cobre; fracs de faldones muy cortos, como si los hubiera cortado en bloque un hacha de carpintero, que llevaban en la espalda dos botones juntos que parecían un par de ojos.