Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo II
La antecámara del señor de Tréville
El señor de Troisville[29], como todavía se llamaba su familia en Gascuña, o el señor de Tréville, como había terminado por llamarse él mismo en París, había empezado en realidad como D’Artagnan, es decir, sin un cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de entendimiento que hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus esperanzas de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre de Périgord o de Berry recibe en realidad. Su bravura insolente, su suerte más insolente todavía en un tiempo en que los golpes llovían como chuzos, le habían izado a la cima de esa difícil escala que se llama el favor de la corte, y cuyos escalones había escalado de cuatro en cuatro.
Era el amigo del rey, que honraba mucho, como todos saben, la memoria de su padre Enrique IV. El padre del señor de Tréville le había servido tan fielmente en sus guerras contra la Liga que, a falta de dinero contante y sonante —cosa que toda la vida le faltó al bearnés, el cual pagó siempre sus deudas con la única cosa que nunca necesitó pedir prestada, es decir, con el ingenio—, que a falta de dinero contante y sonante, decimos, le había autorizado, tras la rendición de París, a tomar por armas un león de oro pasante sobre gules con esta divisa: Fidelis et fortis[30]. Era mucho para el honor, pero mediano para el bienestar. Por eso, cuando el ilustre compañero del gran Enrique murió, dejó por única herencia al señor su hijo, su espada y su divisa. Gracias a este doble don y al nombre sin tacha que lo acompañaba, el señor de Tréville fue admitido en la casa del joven príncipe, donde se sirvió también de su espada y fue tan fiel a su divisa que Luis XIII, uno de los buenos aceros del reino, solía decir que si tuviera un amigo en ocasión de batirse, le daría por consejo tomar por segundo primero a él, y a Tréville después, y quizá incluso antes que a él.
Por eso Luis XIII tenía un afecto real por Tréville, un afecto de rey, afecto egoísta, es cierto, pero que no por ello dejaba de ser afecto. Y es que, en aquellos tiempos desgraciados, se buscaba sobre todo rodearse de hombres del temple de Tréville. Muchos podían tomar por divisa el epíteto de fuerte, que formaba la segunda parte de su exergo; pero pocos gentileshombres podían reclamar el epíteto de fiel, que formaba la primera. Tréville era uno de estos últimos; era una de esas raras organizaciones, de inteligencia obediente como la del dogo, de valor ciego, de vista rápida, de mano pronta, a quien el ojo le había sido dado sólo para ver si el rey estaba descontento de alguien, y la mano para golpear a ese alguien enfadoso: un Besme, un Maurevers, un Poltrot de Méré, un Vitry[31]. En fin, en el caso de Tréville, había faltado hasta aquel entonces la ocasión; pero la acechaba y se prometía cogerla por los pelos si alguna vez pasaba al alcance de su mano. Por eso hizo Luis XIII a Tréville capitán de sus mosqueteros[32], que eran a Luis XIII, por la devoción o mejor por el fanatismo, lo que sus ordinarios eran a Enrique III y lo que su guarda escocesa a Luis XI.
Por su parte, y desde ese punto de vista, el cardenal no le iba a la zaga al rey. Cuando hubo visto la formidable élite de que Luis XIII se rodeaba, ese segundo, o mejor, ese primer rey de Francia también había querido tener su guardia. Tuvo por tanto sus mosqueteros como Luis XIII tenía los suyos, y se veía a estas dos potencias rivales seleccionar para su servicio, en todas las provincias de Francia e incluso en todos los Estados extranjeros, a los hombres célebres por sus estocadas. Por eso Richelieu y Luis XIII disputaban a menudo, mientras jugaban su partida de ajedrez, por la noche, sobre el mérito de sus servidores.