La señora Bovary de Gustave Flaubert
Primera parte.
Capítulo II
Una noche a eso de las once los despertó el ruido de un caballo que se detuvo en la misma puerta. La criada abrió el tragaluz del desván y estuvo parlamentando un rato con un hombre que estaba abajo, en la calle. Venía a buscar al médico; traía una carta. Nastasie bajó las escaleras tiritando y fue a abrir la cerradura y a correr los cerrojos uno tras otro. El hombre dejó el caballo y entró pisándole los talones a la criada. Se sacó del gorro de lana con borlas grises una carta envuelta en un trapo y se la presentó con muchos miramientos a Charles, que se acodó en la almohada para leerla. Nastasie, junto a la cama, sostenía la lámpara. La señora, por pudor, estaba de cara a la pared y se la veía de espaldas.
La carta, lacrada con un sello pequeño de cera azul, rogaba al señor Bovary que fuera inmediatamente a la granja de Les Bertaux para curar una pierna rota. Ahora bien, de Tostes a Les Bertaux hay seis leguas6 largas de camino pasando por Longueville y Saint-Victor. La noche era oscura. A la mujer de Charles Bovary le daba miedo que su marido tuviera un accidente. Quedó decidido, pues, que el mozo de cuadra iría por delante. Charles se iría tres horas después, cuando saliera la luna. Mandarían a un chiquillo a su encuentro para enseñarle el camino de la granja e irle abriendo las cercas.
Alrededor de las cuatro de la mañana, Charles, muy abrigado, se puso en camino hacia Les Bertaux. Adormilado aún en la tibieza del sueño, dejaba que lo acunase el trote apacible de su montura. Cuando ésta se detenía sola delante de esos hoyos rodeados de espinas que cavan junto a los surcos, Charles se despertaba sobresaltado, se acordaba en el acto de la pierna rota y hacía por recordar todas las fracturas que conocía. Había dejado de llover; empezaba a amanecer y, en las ramas de los manzanos sin hojas, los pájaros estaban quietos, erizando las plumitas en el aire frío de la mañana. El campo, llano, se extendía hasta perderse de vista y los grupos de árboles alrededor de las casas de labor formaban, a intervalos espaciados, manchas entre moradas y negras en esa ancha superficie gris que se diluía, al llegar al horizonte, en la tonalidad tristona del cielo.